El cambio de signo político del Gobierno Nacional, entre otras
cuestiones, instaló como una de las decisiones centrales en materia de política
energética, la imperiosa necesidad de “sincerar” las tarifas de los servicios
públicos.
Con el eufemismo del sinceramiento, en realidad se llevó adelante
un despiadado aumento de tarifas de los servicios públicos de provisión de gas
y de energía eléctrica. Ante ello diversos actores sociales, políticos e
institucionales, pusieron en funcionamiento las herramientas de la Constitución
para la salvaguarda de los derechos de los usuarios.
Más temprano que tarde, la Corte Suprema de Justicia de la Nación
(máximo órgano de decisión del Poder Judicial) debió intervenir para resolver
sobre los “tarifazos”. Sin embargo, luego de una euforia inicial por el primer
fallo sobre las tarifas de gas, sobrevino un halo de decepción por su
correlativo sobre el servicio de energía eléctrica.
La trascendencia política y económica de ambos decisorios, disparó
su análisis desde todos los campos posibles -económico, político, social, cultural
y, por supuesto jurídico-; sin embargo ha quedado flotando sobre las mesas de
café, las charlas de fila de banco o de parada de colectivo, e incluso en
algunos programas periodísticos, una suerte de desazón o de incomprensión sobre
cómo decide la Corte: Anula las tarifas de gas, pero sólo para los consumidores
domiciliarios, dejando afuera a las PYMES y a las industrias. Luego, no acepta
el cuestionamiento sobre las tarifas de luz, aparentemente fundado en idéntico argumento
que sirvió de base para dejar sin efecto las de gas, o sea la falta de
Audiencia Pública.
En este espacio, trataré de buscar algunas explicaciones –lo más
sencillas posibles- desde la perspectiva jurídica de la cuestión.
Lo primero que me parece necesario aclarar, es que nuestra
Constitución Nacional no prevé expresamente un sistema de control de
constitucionalidad, es decir, que no establece qué órgano es el encargado de
velar por que los actos de los distintos poderes del Estado estén de acuerdo a
la Constitución y respeten sus principios y disposiciones.
Esta omisión, ha sido suplida por la propia Corte Suprema,
siguiendo la solución que le dio al mismo problema, su par de los Estados
Unidos de América en el célebre fallo “Marbury vs. Madison” de 1803, cuando
determinó que todas las normas y actos del Estado deben adecuarse a los
principios y disposiciones constitucionales, por tratarse de una Ley Suprema, y
que quien realiza el control de esta adecuación es el Poder Judicial, a través
de todos sus magistrados.
Es lo que en doctrina se denominó: Control de constitucionalidad
difuso, que implica que todos los jueces de la nación y de las provincias están
en condiciones de declarar la inconstitucionalidad de una norma o actuación del
Estado y que –en principio-, esa declaración, sólo será realizada a petición de
un sujeto con interés legítimo (que esté directamente afectado) y con validez
exclusivamente para ese caso, sin que implique dejar sin efecto la disposición
para las demás personas.
Otros ordenamientos constitucionales, en cambio, establecen un
sistema de control concentrado en un único Tribunal capaz de resolver las
cuestiones de naturaleza constitucional y otorgan a sus decisiones carácter
general y derogatorio de las normas declaradas en pugna con la Constitución.
Note el lector, que mencione entre guiones “en principio”, porque
estas condiciones para la declaración de inconstitucionalidad, fueron objeto de
excepciones, permitiéndose por ejemplo que sea declarada la
inconstitucionalidad, aún sin que medie el pedido expreso del interesado y, lo
que en este comentario nos interesa, que el resultado invalidante de la
declaración de inconstitucionalidad sea aplicado o, mejor dicho, tenga efectos
para un colectivo de personas y no sólo para una (la demandante) y, además, la
acción pueda ser iniciada por otro sujeto diverso del clásico legitimado por
ser titular de un derecho subjetivo.
Este tránsito hacia la mejor y más efectiva protección de los
derechos, se identifica con la propia evolución de las sociedades. En efecto, en
la etapa inicial de la organización de los Estados a través de sistemas
constitucionales (es decir aquellos en los que el poder se encuentra limitado
por una norma legal fundante del propio Estado), el ordenamiento legal se
orientó a proteger los derechos individuales, entre los que incluimos a los
derechos personalísimos (derecho a la vida, a la integridad, a la intimidad y
privacidad, etc.), los derechos civiles (derecho a trabajar, a ejercer
industria lícita, a comerciar, a expresarse libremente, a circular y transitar,
etc.), y los derechos políticos (derecho de peticionar, de sufragar, de ser
electo, de formar partidos políticos, etc.). Es lo que conocemos como “derechos
de primera generación”.
Luego del sismo social que ocasionó la revolución industrial, los ordenamientos
legales se orientaron a proteger los derechos sociales, entre los que se
incluyen los derechos de los trabajadores, de los niños, de las mujeres, de los
ancianos, de los discapacitados, de la familia y los derechos de la seguridad
social y de organización gremial. Conocidos como “derechos de segunda
generación”.
Ya en la segunda mitad del Siglo XX, se genera la necesidad de
protección a otro tipo de derechos, cuya primera y original característica es
que son derechos supraindividuales o pluripersonales por pertenecer indistinta
o alternativamente a una pluralidad de sujetos, en tanto integrantes de un
grupo, categoría, clase o sector social. Nadie resulta titular exclusivo y
varios son sus beneficiarios. No están en cabeza de un sujeto determinado, sino
esparcidos entre todos los que conforman una comunidad o parte de ella. La
segunda cualidad que los caracteriza, es que suponen una homogeneidad
cualitativa del contenido de las pretensiones de los integrantes del grupo. Son
los derechos de incidencia colectiva o derechos públicos subjetivos y
comprenden dos grandes grupos: aquellos que no son susceptibles de apropiación
exclusiva por tratarse de bienes comunes o generales y por lo tanto son
subjetivamente indeterminados y objetivamente indivisibles (por ejemplo derechos
ambientales); y aquellos que son divisibles y mensurables, susceptibles de
apropiación exclusiva pero cualitativamente equivalentes entre sí, idénticos a
otros que, por tanto, son afectados indistintamente (por ejemplo derechos de
los usuarios de servicios públicos). Los conocemos como “derechos de tercera
generación”.
Algunos constitucionalistas coinciden en que la protección de
estos derechos colectivos, se inició por creación pretoriana (quieren
significar que los jueces suplieron la actividad del legislador y aceptaron
planteos de este tipo estableciendo reglas y requisitos para su procedencia),
primero a través de pronunciamientos de los Tribunales inferiores
(fundamentalmente para dar respuesta a cuestiones ambientales, por ejemplo el
conocido “caso de las toninas overas” de 1983) y luego de la propia Corte
Suprema de Justicia en la causa “Ekmekdjian c. Sofovich” de 1992, al otorgarle
operatividad al derecho de réplica y reconocer legitimación a un afectado en
una suerte de representación colectiva de la comunidad católica.
Pero, sin dudas, el gran avance de nuestra legislación en materia
de protección de derechos de incidencia colectiva o derechos públicos
subjetivos, se concretó con la reforma constitucional de 1994. La incorporación
de los derechos de tercera generación en los artículos 41 y 42 de la
Constitución, exigían que se asegurase su tutela mediante una acción idónea,
por ello en el artículo siguiente (el 43 de la CN) agregó, como una subespecie del
amparo individual, el amparo colectivo: vía rápida y expedita para prevenir y/o
reparar las lesiones a estos nuevos derechos en cabeza de sujetos plurales. Al
constitucionalizarse esta acción, se le otorgó reconocimiento a los denominados
“intereses difusos” que cada persona tiene en razón de pertenecer a un grupo,
clase o categoría.
El amparo colectivo fue concebido para proteger derechos de
incidencia colectiva en general (así lo expresa el artículo 43 de la CN) que
son los que caracterizamos como derechos públicos subjetivos; derechos de
incidencia colectiva en particular, que son aquellos especialmente mencionados
en la letra de la Constitución y que comprenden aquellos que puedan surgir
contra cualquier forma de discriminación (raza, color, sexo, religión, opinión
política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento y cualquier otra situación que pueda ser caracterizada
como discriminatoria), los derechos de protección del ambiente y los derechos
que protegen la competencia, al usuario y al consumidor.
Hasta aquí, recorrimos los aspectos generales y constitucionales
que informan el instituto de la acción colectiva. Sin embargo para tratar de
desentrañar qué pasó en los casos que comentamos (“CEPIS” sobre tarifa de gas y
“Abarca” sobre tarifa de energía eléctrica), es necesario abordar un par de
cuestiones a las que aún no me he referido.
La primera, tiene que ver con la inacción de uno de los Poderes
del Estado (el Legislativo), que ha omitido regular la acción colectiva, a más
de veinte años de la reforma constitucional de 1994, que la incorporó al
ordenamiento jurídico nacional. La otra –íntimamente relacionada con la
primera-, son los requisitos que la propia Corte ha diseñado para su
procedencia.
Esto surge claramente de la reciente Acordada 12 de la Corte (dictada
el 5 de abril de 2016) que aprueba el Reglamento de Actuación en Procesos
Colectivos. De ella surge con innegable precisión y sencillez, que esta
enumeración de condiciones para la procedencia de este tipo de procesos, tiene
vigencia mientras no se dicte una ley que regule la materia y, finalmente,
detalla los requisitos de procedencia de la acción colectiva, en base a lo que
el propio Tribunal fue construyendo en sus sentencias anteriores,
fundamentalmente en la causa “Halabi” (en la que se declaró la
inconstitucionalidad de la Ley 25873, conocida como “ley espía” con efecto erga omnes, o sea para todos los
posibles afectados).
En este último aspecto, la Corte ha reiterado la distinción entre "derechos
de incidencia colectiva que tienen por objeto bienes colectivos" y
"derechos de incidencia colectiva individuales homogéneos". Como lo
reseñé párrafos atrás, los primeros se caracterizan por la indivisibilidad del
derecho invocado, siendo imposible concebir una solución material distinta para
cada uno de los miembros del grupo. Los segundos, buscan tutelar colectivamente
derechos de naturaleza individual, que permitirían, en caso de no accederse a
una respuesta concentrada, una solución material distinta para cada uno de los
afectados, lo que pone en evidencia la divisibilidad de su objeto.
Esta distinción ha tenido su importancia a la hora de que el
Tribunal establezca los recaudos de admisión de la acción colectiva. En efecto,
para el primer caso, o sea, el destinado a proteger derechos de incidencia
colectiva sobre bienes colectivos, se exigen dos requisitos: que la petición
tenga por objeto la tutela de un bien colectivo; y que la pretensión esté
focalizada en la incidencia colectiva del derecho y no en los aspectos
patrimoniales derivados de su afectación.
En cambio, para el segundo, es decir, cuando se tiende a proteger
derechos individuales homogéneos (que es el caso de las tarifas de gas y de
energía eléctrica), los requisitos son más difíciles de completar. Tanto en sus
anteriores sentencias como en el Reglamento elaborado por la propia Corte, al
que ya hice referencia, enumera estas condiciones: 1) la causa fáctica o
normativa común, esto es, la existencia de un hecho único o complejo que causa
una lesión a una pluralidad relevante de derechos individuales; 2) el
predominio de las cuestiones comunes sobre las individuales; y 3) la
constatación de que el ejercicio individual no aparezca plenamente justificado,
afectando así el acceso a la justicia. Además, estas condiciones se completan
con otras de carácter formal que son la precisa identificación del grupo
afectado y la previsión de mecanismos de notificación, publicidad y “opt out” (que
significa el derecho de autoexclusión de quienes no deseen quedar comprendidos
en el reclamo grupal).
Por otra parte, en cuanto a la legitimación procesal para promover
la acción colectiva, que no es otra cosa que determinar qué sujetos están
habilitados para promover el proceso, el máximo Tribunal nacional ha señalado:
El Defensor del Pueblo está habilitado para promover este tipo de acción,
siempre que la materia cuestionada se encuentre dentro de las competencias que
le atribuye la ley que regula su actuación. Los legisladores y los partidos
políticos no tienen legitimación para promover procesos colectivos en
representación de grupos o colectivos. Cuando un miembro de un grupo o clase
promuevan acciones colectivas en representación de estos, debe indicar con la
mayor precisión posible el alcance del sector que pretenden abarcar.
Trasladados estos recaudos a los pronunciamientos comentados,
surgen -ahora sin tanta dificultad-, los motivos por los que se rechazan las
acciones. En el caso de las tarifas de gas, se excluye a los usuarios no
residenciales, porque no se ha considerado suficientemente justificado que si
cada integrante del grupo tuviera que promover acciones individuales, esto
comprometería seriamente su acceso a la justicia.
Mientras que para las tarifas de energía eléctrica, no se
reconoció legitimación al Secretario del Defensor del Pueblo de la Provincia de
Buenos Aires, porque no ostenta las mismas atribuciones que el titular del
cargo, mientras que como se dijo los legisladores y partidos políticos no son
considerados como representantes de un colectivo determinado, respecto de los
clubes de barrio que también fueron promotores de la acción, se les requirió
acrediten en primera instancia qué colectivo representan y justifiquen la falta
de acceso a la justicia que se produciría si cada uno, individualmente, tuviera
que promover acciones particulares.
En definitiva, la Corte ante la falta de regulación legal de este
tipo de procesos, ha establecido recaudos que pueden parecernos adecuados o no,
pero –en general- resultan claros y precisos. Digo en general porque uno de
ellos deja lugar a cierta discrecionalidad, en tanto exige la demostración de
que el ejercicio individual no aparezca plenamente justificado, afectando así
el acceso a la justicia. Esto quiere decir que debe juzgarse si cada integrante
del grupo o clase está en condiciones de iniciar por sí solo la defensa de sus
derechos y demostrar en qué forma la acción individual lo imposibilita de una
tutela judicial efectiva.
Los argumentos para sostener que la reglamentación de la Corte es
excesiva, y si bien no contraría el artículo 43 de la Constitución, por lo
menos lo limita a su mínima expresión, son abundantes. Sin embargo, los otros
dos poderes (Ejecutivo y Legislativo) han demostrado aún mayor desinterés por
avanzar en la regulación de este instituto, que sin lugar a dudas, se
constituye en una de las herramientas más importantes con que cuenta la sociedad
en su conjunto para proteger sus derechos.