En estos días en los que la Corte Suprema de Justicia de la Nación fue llamada a intervenir en algunos casos, que pusieron en discusión decisiones políticas tomadas por el Poder Ejecutivo Nacional, sobrevoló el debate, el rol que debe tener este órgano judicial que es la máxima expresión de uno de los "Poderes del Estado" en un sistema republicano. Por esas casualidades que, a veces, tienen los hechos, justamente un 10 de septiembre este órgano judicial, máxima expresión de uno de los "Poderes del Estado", efectuó una interpretación de la realidad que marcó la vida institucional de la Argentina durante el Siglo XX. En esta oportunidad les acerco una excelente nota sobre ese hecho, escrita por Natalia Volosín para el blog "Palabras de Derecho", espero que les guste y que sirva como un elemento más para comprender el rol de "La Corte" como órgano de Poder del Estado.
sábado, 10 de septiembre de 2016
Detrás de la Acordada del 30
Por Natalia Volosin (*)
Invitada Especial en Palabras del Derecho
Hoy se cumplen 86 años del día en que la Corte Suprema de Justicia de la Nación firmara la infame “Acordada del 30” (Fallos, 158:290 [1930]), por la cual “legalizó” el golpe de Estado de José Félix Uriburu, perpetrado el 6 de septiembre contra el gobierno del radical Hipólito Yrigoyen. En las líneas que siguen resumo los aspectos menos conocidos del modo en que, según relatan en forma magistral Susana Cayuso y María Angélica Gelli[1], se gestó aquella página negra de la compleja práctica constitucional argentina.
Antes de parafrasear los entretelones de la Acordada, recordemos que allí la Corte, sin fundamento jurídico, apelando a antecedentes doctrinarios y jurisprudenciales no aplicables al caso[2] y, además,careciendo de potestad formal para resolver la cuestión mediante una simple acordada[3], admitió el derrocamiento de un gobierno constitucional sobre la base de que los golpistas detentaban el uso de la fuerza militar y policial. Ni el positivismo jurídico básico de John Austin se hubiera animado a tanto, por cuanto las famosas “órdenes respaldadas por amenazas” de su teoría imperativa del derecho exigían, además, un hábito general de obediencia[4]. En palabras del tribunal: “el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país es, pues, un gobierno de facto cuyo título no puede ser judicialmente discutido con todo éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y policial derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”.
Se inicia así la denominada “doctrina de los gobiernos de facto”, que sirvió para legitimar los quiebres institucionales posteriores. Así, por caso, la Acordada del 7 de junio de 1943 convalidó el golpe del 4 de junio replicando en forma íntegra aquella decisión de 1930. El golpe de 1955, en cambio, directamente depuso a los miembros de la Corte. La doctrina en cuestión legalizó y reconoció como gobiernos a sucesivos grupos armados ilegítimos con el único fundamento de que tenían el control fáctico de las fuerzas represivas, al margen del procedimiento de remoción y elección de autoridades establecido en las leyes y en la Constitución Nacional y, en definitiva, en contra del sistema democrático.
De este modo, y más aún con la involución jurisprudencial que le siguió a la Acordada del 30 en fallos como “Avellaneda Huergo” (Fallos, 172:344 [1935]), “Mayer” (Fallos, 201:249 [1945]), “Arlandini” (FaIlos, 208:184 [1947]) y “Ziella” (Fallos, 209:25 [1947]), el máximo tribunal de justicia del país, aquel que debía velar por el respeto de la democracia constitucional y sus presupuestos, hizo añicos el Estado de derecho. La Corte “Alfonsín” tomaría los jirones y comenzaría a reconstruir esa catedral jurídico-política, siguiendo la conocida metáfora de Carlos Nino [5] y, en este caso, también la doctrina que elaborara el autor en materia de validez de las normas de facto[6]. Ello ocurriría a partir de la línea jurisprudencial que marcara el tribunal en fallos como “Aramayo” (FaIlos, 306:72 [1984]), “Dufourq” (FaIlos, 306:174, [1984]) y “Rivademar” (FaIlos, 312:326 [1989]). La Corte menemista volvería sobre sus pasos en casos como “Godoy” (Fallos, 313: 1621 [1990]), “Console de Ulla” (Fallos, 313:1483 [1990]) y “Gaggiamo” (Fallos, 314:1477 [1991]), pero la reforma constitucional de 1994 zanjaría definitivamente la cuestión al establecer en el art. 36 que: “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos”.
Volviendo al detrás de escena de la Acordada del 30, es interesante conocer las “negociaciones” que pudieron haber llevado a los jueces José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle y Antonio Sagarna, junto al Procurador Horacio Rodríguez Larreta, a “legalizar” el primer golpe de Estado en la Argentina[7] . Al respecto, Cayuso y Gelli explican que Uriburu cerró el Congreso y arrasó con las autonomías provinciales. No obstante, los golpistas necesitaban algún viso de legalidad. El 6 de septiembre se produce el golpe, pero el 8 se anuncia que no removerán al Poder Judicial. ¿Por qué? El hijo de Repetto señala que no se produjeron reuniones entre los jueces y los golpistas, pero que sí hubo un intermediario: el abogado Manuel Montes de Oca, quien habría “sondeado” a los magistrados para saber si iban a reconocer al gobierno de facto. El día 9, el Presidente de la Corte (Alcorta) recibió en su domicilio particular y fuera del horario judicial la comunicación oficial de que se había constituido un gobierno de facto.
Por lo demás, si bien la nefasta "Acordada del 30" se fechó el día 10, parece claro que fue antedatada. ¿Qué ocurrió en esos días? Los jueces discutieron: mientras que Alcorta no quería legitimar el golpe, Repetto se pronunció a favor y obtuvo el apoyo de los demás. Si bien Alcorta perdió aquel debate, habría logrado imponer un párrafo para garantizar el respeto a los derechos individuales. Es por ello que, luego de aquella referencia a la posesión de la fuerza, la Acordada indica que “Que ello no obstante, si normalizada la situación, en el desenvolvimiento de la acción del gobierno ‘de facto’, los funcionarios que lo integran desconocieran las garantías individuales o las de la propiedad u otras de las aseguradas por la Constitución, la Administración de Justicia encargada de hacer cumplir ésta las restablecería en las mismas condiciones y con el mismo alcance que lo habría hecho con el Poder Ejecutivo de derecho”.
Finalmente, también se cree que, a través del intermediario Montes de Oca, la Corte “negoció” que el gobierno de facto jurara respeto a la Constitución Nacional antes de dictar la Acordada. El objeto de acuerdo es bastante curioso, pues implicaba asumir que un gobierno que acababa de acceder al poder violando la Constitución no violaría la Constitución. No obstante, Uriburu de hecho formuló dicho juramento el día 8, lo cual fue recogido como “antecedente” en el texto de la Acordada.
La noción de que, sin perjuicio de la ilegalidad de origen, los golpistas serían luego respetuosos de la Constitución, no se comprobó con ninguno de los gobiernos de facto que, con mayor o menor gravedad, violaron los derechos de las personas e infringieron los límites orgánicos al poder establecidos en 1853. No lo hicieron solos, claro. En algunos casos contaron con cierto apoyo popular. En otros, con la complicidad de sectores empresariales, eclesiásticos o incluso de gobiernos extranjeros. Pero lo que casi siempre tuvieron fue la colaboración de un arma simbólicamente insuperable. En efecto, la Acordada del 30 nos recuerda una y otra vez que la carga emotiva positiva de conceptos como “la ley”, “el derecho”, “la justicia” o “la Corte” puede motivar su abuso por parte de quienes sólo buscan legalizar aquello que nunca será legítimo.
La doctrina de facto nació aquel 10 de septiembre de 1930, pero fue sostenida durante 60 años por los jueces, aun en democracia. Y, hay que decirlo, también por buena parte de los juristas, a quienes suele vestirse de seda bajo falacias de autoridad que esconden la cara más oscura de la práctica constitucional argentina. No creo, por caso, que en los cursos universitarios abunde la enseñanza de los textos del profesor Daniel Antokoletz, el primer académico en criticar en duros términos y en forma contemporánea aquella Acordada del 30. Antokoletz señaló que la teoría de los hechos consumados que allí establece la Corte implicaba que "podrá definirse la Constitución, como un conjunto de normas jurídicas que rigen mientras no sobrevenga una revolución” e incluso declaró que frente a un gobierno de facto, lo legal y decoroso para los jueces de iure es renunciar, pues “no pueden resistir los actos de fuerza, pero tampoco pueden reconocer su validez constitucional, sin violar por sí mismos la Constitución”[8].
En las facultades de derecho no se estudia a Antokoletz, sino a Germán Bidart Campos, quien justificó pragmática y moralmente los golpes de 1930 y 1955[9]. No obstante, las personas, como las prácticas, no siempre somos coherentes. La búsqueda de la integridad es tanto una pulsión jurídica como personal[10]. En la práctica constitucional argentina, la “Batalla de Pavón” condensa tanto la institucionalización del país como la semilla del reconocimiento de los gobiernos de facto a través del fallo “Baldomero Martínez”. Igual de confuso es el derrotero que fue de la Acordada del 30 a “Aramayo” y de allí a “Godoy”, para luego cristalizar la superioridad moral de la democracia en el art. 36 de la Constitución. Pues, del mismo modo, Bidart Campos también tuvo momentos de lucidez moral destacables en el propio contexto histórico en que ocurrieron, como aquél de Antokoletz. Me refiero a su atinada crítica en 1992 al discriminatorio fallo por el cual la Corte Suprema sostuvo la decisión administrativa de rechazar la personería jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina (Fallos, 314:1531, [1991])[11].
Desde una actitud interpretativa dworkiniana[12], se podría decir que esa es la mejor luz de Bidart Campos, como la línea “Aramayo” lo es de la Corte Suprema, pero Antokoletz probablemente haya escrito algunas de las mejores páginas de nuestra práctica constitucional, esta catedral laica que aún seguimos construyendo. Aunque parece lejana, la discusión que cada año trae el aniversario de la Acordada del 30 siempre está vigente. Como dijera otro maestro en echar luz en la oscuridad, “[d]etrás de la distinción literalmente espuria (…) de gobiernos de iure y gobiernos de facto se esconde la distinción genuina de gobiernos democráticos y gobiernos autocráticos, y esta distinción es, como resulta obvio, de gran importancia moral” [13].
(*) Abogada, máster y candidata al doctorado en Derecho (Yale).
[1] Susana G. Cayuso y María Angélica Gelli, Ruptura de la legitimidad constitucional. La Acordada de la Corte Suprema de justicia de la Nación de 1930, Cuadernos de Investigaciones 1, Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales, “Ambrosio L. Gioja”, Facultad de Derechos y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 1988.
[3] Bielsa sostiene que la Acordada fue “un acto dictado fuera de toda atribución constitucional y normal”. Ver Rafael Bielsa, Derecho constitucional, Depalma, 1959, p. 859.
[4] Hay quienes sostienen que, en rigor, en la Acordada del 30 la Corte asume una posición cercana a lo que definí como la teoría imperativa de Austin. Saba, por caso, señala que allí el tribunal entendió que “las decisiones tomadas por el nuevo gobierno serían consideradas válidas si ellas fueran obedecidas por la ciudadanía”. Ver Roberto Saba, Génesis Constitucional, en Revista del Centro de Estudios Constitucionales, Corte Suprema de Justicia de México, Número 2, 2016 (en prensa). No obstante, ello no parece desprenderse del texto de la Acordada. Sí es claro, en cambio, que como bien explica Saba siguiendo a Genaro Carrió y a Carlos Nino, la Acordada incurre en la falacia naturalista, en la medida en que extrae consecuencias normativas del hecho de que el gobierno de Uriburu detentaba el uso de la fuerza o de que era obedecido. Ver íd.
[5] Carlos S. Nino, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, 1996, p. 51.
[6] Ver Carlos S. Nino, “Una nueva estrategia para el tratamiento en las normas de facto”, La Ley 1983-D, 936 y La validez del derecho, Astrea,1985.
[7] Hay quienes consideran que la batalla de Pavón, en la que Mitre derrotó a Urquiza y depuso al presidente Derqui, fue el primer acto de derrocamiento de un gobierno constitucional. Siguiendo a Nino, podemos decir que en la batalla de Pavón confluyeron tanto la fundación de nuestra institucionalidad como el germen del posterior reconocimiento de los gobiernos de facto por parte de la Corte. Ver Carlos S. Nino, Un país al margen de la ley, Emecé, 1995, p. 61. Y es que, en efecto, el reconocimiento del “derecho de la revolución triunfante y asentida por los pueblos” como fundamento de la autoridad jurídica había sido formulado por la Corte Suprema ya en 1865 en el caso “Baldomero Martínez” (Fallos, 2:127 [1865]) respecto de una letra de cambio anulada por Mitre luego de ganar la batalla de Pavón. Aunque el caso no fue citado en la Acordada del 30, la Corte sí lo usó para convalidar la “legislación” dictada por el gobierno de facto en el caso “Martiniano Nebreda” (Fallos, 169:309 [1933]).
[8] Daniel Antokoletz, Gobiernos legales y gobiernos arbitrarios, en Jurisprudencia Argentina, tomo 34, 1930, pp. 5-13.
[9] Bidart Campos decía que “la parábola de los motines militares registra una revolución plenamente justificada en el ejercicio del derecho de resistencia a la opresión. Es la Revolución Libertadora del 16 de setiembre de 1955 que depone a Perón y sustituye su régimen totalitario por una democracia. Más allá de las discrepancias que pueda despertar la gestión del gobierno de esa revolución, el movimiento en sí mismo puso término a una etapa que infló al máximo la egolatría de los personalísimos criollos perfilados por el liderazgo de poder, y liquidó el sistema que un nutrido sector del pensamiento político ha denominado la «segunda tiranía»". Ver Germán Bidart Campos, “Diagrama histórico-constitucional de las fuerzas armadas en Argentina,” en E.D., 47-843, citado por Nicolás Diana, Discurso jurídico y derecho administrativo. Doctrina de facto y emergencia económica, en RPA, 2009, Vol. 2 y 3, p. 73.
[10] La referencia alude a la noción del derecho como integridad en la obra de Dworkin. Ver Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, Gedisa, 1992.
[11] Germán Bidart Campos, El fallo de la Corte Suprema en el caso de la comunidad homosexual argentina, en J.A., 1992-I-917. Le agradezco a Laura Saldivia Menajovsky por recordarme esta actuación del autor citado.
[12] Dworkin, op. cit.
[13] Nino, “Una nueva estrategia para el tratamiento en las normas de facto”, op. cit.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario