lunes, 24 de julio de 2017

REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN DE LA PROVINCIA DE JUJUY

CUADERNO N° 3: LA REFORMA POLÍTICA (Segunda parte)

Una profunda reforma política que recupere un sistema de representación desgastado, es una de las premisas de una futura reforma de la Constitución Provincial.

En el artículo anterior, señalé al Poder Judicial como el estamento -dentro del Poder Político-, cuyas funciones han cobrado mayor relevancia en estos últimos tiempos, a la vez que ha sido puesto bajo la lupa de la opinión pública como nunca antes.

En búsqueda de recuperar la credibilidad de la justicia y de remozar sus desvencijadas estructuras, el proyecto de reforma ha planteado: crear un organismo técnico encargado de la designación de magistrados de la justicia, previo concurso público de oposición y antecedentes; implementar el juicio por jurados; otorgar jerarquía constitucional e independencia al Ministerio Público. Ya me referí a la primera, ahora abordaré la que se refiere a la implementación del juicio por jurados.

El juicio por jurados se encuentra incorporado en la Constitución Nacional histórica, es decir, la de 1.853 y aunque nunca fue implementado en el orden federal (1), la última reforma de 1.994 ha mantenido las disposiciones que aludían a este instituto.

En efecto, el artículo 24 de la C.N. dispone que el Congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus ramos y el establecimiento del juicio por jurados.

El artículo 75 inciso 12 de la C.N., menciona entre las atribuciones del Congreso, la de dictar las leyes que requiera el establecimiento del juicio por jurados.

Mientras que el artículo 118 de la C.N. señala que todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República esta institución, y a continuación agrega que, la actuación de estos juicios se hará en la misma provincia donde se hubiera cometido el delito.

Por su parte, una decena de provincias (2) prevén en sus constituciones la implementación del juicio por jurados, con distintas fórmulas y, otras –que no tienen la disposición constitucional-, lo han implementado a través de leyes de sus legislaturas (3).

Una primera aproximación a este instituto, exige poner de relieve sus dos concepciones ideológicas (para llamarle de alguna manera). Aquella que entiende que se trata de una garantía individual, y por lo tanto un derecho del imputado; y la que considera que es un modelo institucional de administración de justicia.

La inclusión de la primera en la Constitución Nacional, se sustenta en el propio artículo 24 de la Carta Magna, que contempla el juicio por jurados, en la parte de "Declaraciones, derechos y garantías", y de la jurisprudencia de la Corte Suprema de EE.UU. (país del cual el instituto fue tomado) que así lo conceptúa sobre la base de su previsión en la Enmienda VI.

La segunda, en cambio, expresa una concepción valorativa que caracteriza al pueblo como el sujeto jurídico más apto para ponderar la criminalidad de las acciones u omisiones del prójimo. Es decir, centra su existencia, más que en el derecho de una persona a ser juzgada por sus pares, en el derecho del pueblo a juzgar.

De acuerdo al posicionamiento que tomemos respecto de esta primera diferenciación, devendrá como consecuencia ineludible, la obligatoriedad de las provincias de incluir el juicio por jurado en sus legislaciones o, por el contrario, si se trata de una facultad o prerrogativa propia de sus autonomías.

Si la atribución del Congreso Nacional de implementar el juicio por jurados en todo el país (aun para delitos cometidos en las provincias) viene dada por el carácter de garantía del imputado en causas penales, las provincias y la CABA estarían obligadas a implementar el instituto, en virtud del principio establecido por el artículo 5 de la C.N. que incluye entre las condiciones que deben preservar éstas al dictar sus constituciones locales, la de cumplir con las principios, declaraciones y garantías de la carta federal.

En cambio, si el juicio por jurados es concebido como modelo institucional de administración de justicia, las provincias no estarían compelidas a tomarlo para sí. Cuando en 1860, la Convención Nacional, a propuesta de la Convención Revisora de la Provincia de Buenos Aires, modificó el artículo 67 inciso 11, estableció con claridad, lo que pasó a denominarse reserva de jurisdicción provincial. Es decir, los códigos de fondo -incluido el Código Penal- debían ser competencia del Congreso Federal pero las provincias se reservaban su aplicación si las cosas o las personas cayeran bajo su jurisdicción.

Esta reserva, en conjunción con las atribuciones de las provincias de darse sus propias instituciones locales, se interpretó siempre no solo como la facultad de organizar su propio Poder Judicial sino también todo lo relativo a los procedimientos por medio de los cuales los juicios debían llevarse a cabo (4).

Más allá que el juicio por jurados deba ser adoptado obligatoriamente, o no, por la Provincia, el proyecto no señala los fundamentos en base a los que propicia su implementación a nivel local.

Lo cierto es que se trata de un instituto con una vasta trayectoria a nivel mundial y con no menos críticas a su funcionamiento. Desde León Tolstoi a fines del siglo XIX en su célebre “Resurrección” en donde relata el injusto encarcelamiento sufrido por una campesina por un triste error de un jurado, hasta nuestros días, se ha puesto en tela de juicio la bondad del sistema del juicio a cargo de personas no especializadas.

Una crítica certera a este mecanismo, se basa en que las decisiones de los jurados, carecen de fundamentos, o por lo menos estos no se encuentran expresados de manera diáfana.

Las regulaciones de los juicios por jurados no letrados habitualmente eximen de la fundamentación de los veredictos.

Sin duda esta carencia compromete seriamente la institución y la pone en jaque ante principios como el de razonabilidad, o el debido proceso adjetivo. La Corte Suprema a lo largo de más de un siglo ha acuñado la doctrina de la sentencia arbitraria y, en particular, la Cámara Nacional de Casación Penal ha anulado numerosos fallos por no surgir de los mismas los razonamientos lógicos por los cuales se daba por probado determinados hechos o la responsabilidad penal del imputado. La explicitación de los fundamentos de las sentencias es, además, una exigencia del sistema republicano de gobierno.

Comenta Ibarlucía (5) que esta seria objeción pretende remediarse mediante las instrucciones que el juez, previa audiencia con el fiscal y el defensor, debe dar al jurado, lo que no deja de ser calificable de absurdo o sofisma jurídico. No es posible escindir en dos una sentencia judicial, una parte dictada por un órgano y otra parte dictada por otro órgano. Hasta el sentido común indica que tiene que haber una identidad subjetiva entre quien decide sobre lo que debe resolverse y quien dicta el pronunciamiento final. El nexo entre ambas cosas es nada menos que la motivación. No existe motivación alguna si no se explicita cómo se llegó a la conclusión.

Para paliar estas objeciones, en donde rige el sistema de jurados no letrados se han elaborado sofisticadas reglas acerca de los requisitos que deben guardar las instrucciones y las vías de impugnación por parte de los defensores para que sea viable con ulterioridad la instancia de apelación. Sin embargo, no dejan de ser intentos desesperados de salvar una institución nacida en tiempos remotos en los que la fundamentación de la condena lejos estaba de considerarse como exigencia insoslayable y mucho menos de carácter constitucional.
Otro severo cuestionamiento que genera esta institución, es la inaplicabilidad de la garantía de la doble instancia contemplada en el art. 8.1 de la C.A.D.H. (6) y en el art. 14.5 del P.I.D.C.yP. (7), ambas de jerarquía constitucional.

Nuestra Corte ha señalado en distintos fallos (8) que la garantía de doble instancia, es de cumplimiento insoslayable y comprende el derecho a cuestionar la motivación de la sentencia, es decir que no alcanza para satisfacer la garantía el recurso de casación limitado a las cuestiones de derecho de la sentencia dictada por un tribunal oral en lo criminal, sino que debe poderse revisar las cuestiones de hecho y prueba.

En el mismo sentido se han pronunciado la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (por ejemplo en “Herrera Ulloa c. Costa Rica” de 2.004). En definitiva, la garantía no se agota en la posibilidad de formular un recurso ante un tribunal superior, sino que debe asegurar la posibilidad de impugnar el análisis argumentativo que ha hecho el órgano que ha dictado lo sustancial de la sentencia, o sea el veredicto de culpabilidad.

Sin embargo, el juicio por jurados, también tiene sus defensores, por ejemplo uno de los actuales ministros de la Corte, Horacio Rosatti, refuta uno a uno los cuestionamientos que hacen del instituto sus detractores.

A la crítica basada en la falta de argumentación explícita del decisorio, la descalabra por entender que ése es un requisito que debe exigírsele a cualquier representante del pueblo y que se correlaciona con el deber de rendir cuentas, en cambio, en el juicio por jurados no hay representación ni mediación, sino que es el propio pueblo el que ejerce sus prerrogativas y, por lo tanto no es necesario que haga explícitos los motivos de su decisión.

Respecto de la afirmación que desprecia la intervención de un jurado lego, por su carencia de formación técnica para comprender la criminalidad de un acto y los factores condicionantes, coadyuvantes, agravantes o atenuantes que provienen de la ciencia jurídico-penal, el destacado constitucionalista contesta que si un lego no comprende la criminalidad de un acto, nunca podría ser condenado, resulta absurdo que un ciudadano esté en condiciones de discernir la criminalidad de su propia conducta, pero no pueda hacerlo respecto de la ajena; mientras que respecto de la articulación de cuestiones técnicas, sostiene que el jurado únicamente debe limitarse a ponderar la culpabilidad o la inocencia, correspondiendo al operador judicial, que es el director del proceso, formular las instrucciones, aclaraciones, recomendaciones y advertencias sobre el curso del procedimiento, así como graduar la pena.

En cuanto a la exigencia de la garantía de la doble instancia, de naturaleza constitucional y convencional, el autor comentado recomienda que las disposiciones que implementen el juicio por jurado deben prever la posibilidad de revisión de la decisión, e incluso de su nulidad, pero en tal caso, la nueva decisión también debe recaer en un jurado, pues si recayera en un tribunal técnico o profesional quedaría desvirtuada la institución.

En síntesis, el juicio por jurado constituye –desde el punto de vista de Rosatti- una alternativa que permite conjugar la precisión propia del saber técnico con la sensibilidad propia del saber popular, congregando al “garantismo” anejo al debido proceso legal adjetivo y al “sustancialismo” propio de una decisión popular.

Las posturas son notoriamente antagónicas y parecen irreconciliables. En lo personal, me sorprende que la propuesta de inclusión constitucional del juicio por jurados, surja del seno del peronismo, ya que justamente ese movimiento político cuando tuvo oportunidad de generar una reforma constitucional, que se concretó en 1.949, eliminó la disposición histórica de 1.853 en torno a este instituto.

Considero que hay problemas que transita la justicia, de mayor envergadura que la del juicio por jurados, que tienen que ver con la garantía de independencia y que abordaré en otra entrega, ya que no ha sido especialmente incluido en la propuesta de reforma.

(1) Rosatti, Horacio “Tratado de Derecho Constitucional” Rubinzal Culzoni 2.011, señala que en realidad el Congreso de la Nación sanción, en el siglo XIX, la ley 483 de 1.871, por la que se encomendó al Poder Ejecutivo la creación de una Comisión compuesta por dos personas idóneas para la elaboración del proyecto de ley de organización del jurado y de enjuiciamiento en las causas criminales ordinarias de jurisdicción federal, que debería ser sometido a la consideración del Parlamento del año siguiente, pero finalmente el proyecto nunca fue tratado.
(2) Entre Ríos, La Rioja, Santiago del Estero, Corrientes, San Luis, Río Negro, Misiones, Córdoba, Chubut y la CABA.
(3) Buenos Aires y Neuquén.
(4) Ibarlucía, Emilio “Objeciones constitucionales al juicio por jurados” La Ley 28/05/2015.
(5) Ibarlucía, Emilio artículo citado.
(6) Convención Americana de Derechos Humanos.
(7) Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

(8) C.S.J.N. “Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado de tentativa” 20/9/2.005, entre otros.

jueves, 13 de julio de 2017

REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN DE LA PROVINCIA DE JUJUY


CUADERNO N° 3: LA REFORMA POLÍTICA (Primera parte)

Con motivo de la presentación de un proyecto de declaración de necesidad de la reforma parcial de la Constitución de la Provincia de Jujuy, me he propuesto abordar en una serie de documentos los distintos aspectos que hacen a una reforma constitucional. Ya me referí al mecanismo de reforma; también a la necesidad de efectuarla; y a los principales puntos en los que se propone intervenirla.

Entre los objetivos enumerados, se aspira producir una profunda reforma política que recupere un sistema de representación desgastado.

El diagnóstico del que se parte no resulta novedoso, pero no por ello, deja de ser tan actual, como necesario, el debate sobre el sistema político en el que una sociedad debe hacer pie para impulsar su evolución y desarrollo.

Desde el 10 de diciembre de 1.983, hemos reiniciado un período histórico que fue interrumpido repetidamente durante el siglo pasado.

En efecto, a partir de aquel momento se empezó a reconstruir el Estado de Derecho, basado en un sistema democrático, republicano y federal. Sin embargo, apenas transcurridos treinta y pico de años en este camino, hemos quedado irremediablemente subidos al tren de lo que Minc (1) llama la “borrachera democrática”, y que no es otra cosa que la marcada decadencia del sistema representativo y de los actores sociales tradicionales, para dar paso a un sistema que el mismo autor denomina “la democracia demoscópica”.

Este nuevo orden o sistema, tiene en el centro de la escena a la opinión pública, sitio que durante el siglo XX ocupó la clase obrera. Las sociedades actuales, enfrentan interrogantes que no son expresados por el mundo de la política, mientras que las instituciones representativas llevan a cabo tareas cada vez más residuales y las masas resuelven sus debates por sí mismas.

La función de la política, entonces, queda reducida a oficializar las conclusiones que el mercado y los medios de comunicación (que son uno de los verdaderos depositarios del poder) imponen.

Este cambio de paradigma, ha sido posible merced a la muerte de las utopías globales y el desdibujamiento de las identidades y militancias partidistas y, en general, al resquebrajamiento de los referentes colectivos ante la omnipresencia del individuo a secas, que anuncian el reinado de uno nuevo: la democracia de la opinión pública, fundada en una nueva trinidad, la de los Jueces, los Medios de Comunicación y la Opinión Pública.

Ahora bien, la pregunta que resulta ineludible es: ¿puede cambiarse esta tendencia global, por medio de una reforma legislativa local?

Sin duda, la respuesta es negativa. Generalmente los procesos sociales, culturales y económicos preceden a los jurídicos. En cambio, sí pueden generarse herramientas aptas para que se canalicen algunos cambios; si estos sucederán o no, lo dirá el tiempo.

Precisamente, entre las herramientas que propone el proyecto de reforma para este cometido, se incluyen aquellas vinculadas con una de las funciones de Estado que hoy mayor protagonismo y enormes cuestionamientos reúne: La función jurisdiccional.

En este orden de ideas se plantea: crear un organismo técnico encargado de la designación de magistrados de la justicia, previo concurso público de oposición y antecedentes; implementar el juicio por jurados; otorgar jerarquía constitucional e independencia al Ministerio Público. En esta entrega abordaré la primera, o sea la creación de una estructura similar –o tal vez no- al Consejo de la Magistratura. Más adelante (en otro envío), continuaré con las demás propuestas e incluiré otras cuestiones que no han sido planteadas.

Como lo comentamos más arriba, la democracia actual está influida, como nunca antes, por el accionar del Poder Judicial, y por consiguiente, la designación de quienes integran dicha estructura pasa a ser fundamental.

Desde mi punto de vista, con acierto, no se propone lisa y llanamente para ese cometido, un Consejo de la Magistratura al estilo del creado por la Constitución Nacional de 1.994, sino que se menciona un organismo técnico, dejando libertad a los constituyentes para optar por el esquema que crean más conveniente.

La Constitución Nacional incluyó en su artículo 114 un organismo denominado Consejo de la Magistratura que tiene a su cargo la selección de los jueces inferiores y la administración del Poder Judicial.

La reforma de la Constitución Nacional mantuvo el sistema de designación política para los ministros de la Corte Suprema de Justicia de la nación, en tanto que, para el resto de los magistrados inferiores estableció el requisito de un concurso público ante el Consejo de la Magistratura.

La creación del organismo y la forma de selección de los jueces inferiores, respondió a una demanda de la ciudadanía de una mayor transparencia, que se aseguraría con el mecanismo de concursos públicos.

Comenta Dalla Vía (2) que el valor constitucional que se encuentra en juego es la idoneidad, y más precisamente la idoneidad para ser magistrado. Las sombras de sospechas que recaen sobre muchos de ellos y la imagen negativa del Poder Judicial en la sociedad, motivaron que desde distintos sectores se propugnara la creación constitucional de este instituto propio de algunos países europeos de sistema parlamentario o semipresidencialista, con la idea de que por ése camino podría mejorarse el nivel de la judicatura.

No obstante, es bueno recordar que el Dictamen Preliminar (3) del Consejo para la Consolidación de la Democracia, desechó la alternativa de crear el Consejo de la Magistratura para superar el riesgo de su politización, entendiendo negativa su implementación en España, por "conducir a un enquistamiento del Poder Judicial". Consideró razonable mantener el entonces sistema de designación de los miembros del Poder Judicial de la Nación -nombramiento a propuesta del Presidente con acuerdo del Senado- con la única modificación de que las sesiones de la Comisión en que el Senado preste o deniegue los acuerdos debían ser públicas. Con esta modificación, opinaba que "el mero favoritismo o el rechazo infundado quedarían así excluidos".

En el mismo sentido, Spota (4) decía que esta creación produciría efectos deletéreos en el funcionamiento de la justicia, ya que los Consejos de la Magistratura pertenecen a sistemas de administración de justicia o, sea de Poder Judicial pero no a la manera norteamericana que tomamos del país del norte. Más, concretamente, refería que los antecedentes del instituto hallaban sustento en los sistemas monárquicos europeos como los que reflejaron las constituciones francesa de 1.946, la italiana de 1.948 y la española de 1.978.

Cuando la Comisión de Coincidencias Básicas trató el proyecto referido al Consejo de la Magistratura, el convencional Arias expresó que lo que se pretendía con esta institución era "garantizar la real independencia del Poder Judicial, lograr el autogobierno de la Magistratura, avanzar en la democratización de la administración de Justicia para afianzar el desarrollo del Estado de Derecho, procurar la capacitación de los magistrados y establecer un manejo del presupuesto en términos tales de que por vía indirecta no se vea afectada esta independencia tan reclamada". La intención era sustraerle funciones al Poder Judicial, restringiéndolo solamente al quehacer jurisdiccional, debiendo el Consejo -a su juicio- "tener un punto de contacto con la cúpula, con la cabeza del Poder Judicial". Por ello, aclaró que la mayor parte de los proyectos presentados en la Convención establecían que el Consejo de la Magistratura "será presidido por el Presidente de la Corte Suprema, o por un miembro de la Corte Suprema de Justicia, o tiene presencia en el Consejo un miembro de la Corte".

Por su parte, el convencional Zaffaroni, expresó estar de acuerdo con el Consejo de la Magistratura como órgano de gobierno del Poder Judicial, pero advertía que adaptar una institución vigente en el sistema parlamentario, exigía tener cuidado de no desvirtuarla en un sistema presidencialista. Señalaba que "Lo que tiene que quedar en claro en tres o cuatro renglones de la Constitución es la base estructural de la institución, estableciendo los porcentajes y las fuentes de designación de quienes la integrarían". Advertía -en consecuencia- que "dejar la institución para que la estructure una ley, es dejarla librada al juego del poder partidista y si así lo hacemos -agregaba-vamos a tener una institución que en el mejor de los casos se la van a repartir entre dos", porque "la lucha partidista es impiadosa, no dejando espacio para que se ceda poder" (5).

Algunas de las cuestiones que han generado posiciones antagónicas o encontradas en la doctrina, después de la reforma, tienen que ver con la ubicación del Consejo de la Magistratura como un órgano propio del Poder Judicial, o como un órgano extrapoder, o incluso algunos lo han catalogado como un órgano complejo. Por ello será necesario que el órgano que se cree con la función de seleccionar los jueces en la Provincia de Jujuy, deje claramente establecido este punto, ya que no se trata de una cuestión menor.

También ha sido criticada la redacción extremadamente abierta del instituto, quedando librada a una disposición legal a dictarse por el Congreso cuestiones determinantes como la integración, proporciones y forma de elección del Consejo, lo que ha derivado en una composición marcadamente favorable al partido gobernante de turno y ha suscitado –incluso- la declaración de inconstitucionalidad de leyes que pretendieron reformarlo como un pieza central del andamiaje jurídico que se estructuró en el autoproclamado "proyecto de democratización de la Justicia" (6).

La mayoría de las constituciones provinciales han incorporado este instituto, algunas incluso antes que la Constitución Nacional. Sólo las cartas magnas de Santa Fe, Córdoba y Catamarca no lo han constitucionalizado, pero igualmente cuentan con organismos creados por ley o decreto que hacen las veces de un órgano autónomo que asesora al Poder Ejecutivo para la designación de los jueces inferiores.

Entre las que incluyen el organismo como parte de su organización constitucional, en alguna forma parte del Poder Judicial, en otras está ubicado en la esfera del ejecutivo, en Neuquén es un órgano extrapoder. En distintas provincias ejerce sólo la función de seleccionar los postulantes que luego en ternas serán designados por el Poder Ejecutivo, por el Poder Judicial o por el propio Poder Judicial (según cada provincia), en otras también interviene en funciones administrativas del Poder Judicial y como órgano de enjuiciamiento de los magistrados inferiores.

En definitiva, habrá que analizar cuál es la ubicación –dentro del sistema de división de poderes- más adecuada; con qué estamentos se integrará para evitar que termine consolidando un esquema conservador del órgano jurisdiccional; cómo se elegirán los representantes de cada estamento; cuál será la proporción que tendrá cada estamento dentro del consejo y qué funciones tendrá, es decir si sólo se encargará de la selección de los jueces o también tendrá facultades de organización y administración dentro del Poder Judicial y si se constituirá como jurado de enjuiciamiento de la conducta de los magistrados inferiores desplazando a la Legislatura en este cometido.

(1)  Alain Minc “La borrachera democrática – El nuevo poder de la opinión pública” Temas de Hoy, Madrid 1.995 traducción de José Manuel Vidal.
(2) Alberto Ricardo Dalla Vía “Manual de Derecho Constitucional” Abeledo Perrot, Buenos Aires 2.011.
(3) Reforma Constitucional, Dictamen preliminar del Consejo para la Consolidación de la Democracia, Eudeba, Buenos Aires, 1986.
(4) Alberto Antonio Spota “El Consejo de la Magistratura en la Constitución Nacional”, La Ley 1995-D-1360.
(5) Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente, Santa Fe-Paraná, 1994.

(6) C.S.J.N. 18/6/2013 “Rizzo, Jorge Gabriel (apoderado Lista 3 Gente de Derecho) c. Poder Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar s/ acción de amparo”.

lunes, 3 de julio de 2017

Cien años de deuda!!!

La nota del diario La Nación del lunes 19 de junio de 2.017, refiere: “El Gobierno emitió hoy, por primera vez en la historia, un bono a 100 años en dólares en el mercado internacional por US$ 2750 millones, que abonará un cupón de interés del 7,125% e incluirá una tasa de rendimiento del 7,9%.”

La noticia impactó, sobre todo, por la duración del crédito, y posibilitó un sin número de analogías temporales, como por ejemplo que la deuda será pagada por 25 presidentes, o que afectará a 4 generaciones.

Por lo general, los análisis tienen que ver con la cuestión económica: si la tasa es conveniente, si la utilización de crédito para pagar gastos corrientes es acertada, si es una buena estrategia tomar deuda a largo plazo, si esto implica una señal de confianza en el resurgimiento de la economía local, etc.

Pero qué ocurre desde la perspectiva jurídica. Trataré de dar un panorama en estas líneas.

Para el cumplimiento de sus fines, el Estado cuenta con diversos “recursos económicos”, en el caso de nuestro país, ellos se encuentran especialmente enumerados en el artículo 4 de la Constitución Nacional y son: los recursos tributarios (impuestos, tasas y contribuciones) los derivados del crédito público (los que se convertirán en la deuda pública), los obtenidos por la enajenación o administración de los bienes del Estado (venta de tierras, producto del mar o la tierra, actividad de las empresas públicas, etc.), los provenientes de sanciones patrimoniales (las multas) y las donaciones (liberalidades efectuadas a favor del Estado).

En lo que para esta oportunidad nos interesa; el crédito público, es la capacidad que tiene el Estado de endeudarse con el objeto de captar medios de financiamiento para realizar inversiones, atender casos de necesidad nacional, reestructuraciones organizativas, refinanciación de pasivos, entre las más comunes.

Esta capacidad del Estado para endeudarse, se traduce o mejor dicho se concreta, en el empréstito público, que es la operación crediticia mediante la cual se obtiene el préstamo.

Si bien la deuda pública puede clasificarse desde distintos ángulos (deuda flotante y consolidada – deuda perpetua y amortizable – deuda a corto, mediano y largo plazo), particularmente nos interesa una clasificación que tiene que ver con el origen del mercado en el que se toma la deuda: Si es tomada en el mercado interno, se denomina deuda interna y, si es tomada en el mercado de capitales del exterior, se llama deuda externa.

La importancia de la distinción radica en que los problemas que acarrean ambos tipo de endeudamiento no son análogos. En efecto, los problemas que genera la deuda interna giran alrededor de la distribución entre sectores económicos y entre generaciones, mientras que los de la deuda externa se vinculan con la balanza de pagos y la situación del país en orden a los compromisos financieros internacionales.

Esto ocurre porque la deuda interna se salda a través de los impuestos que pagan los contribuyentes, lo que en definitiva no implica una deuda real de la economía nacional, resolviéndose en un proceso recursos-gastos de transferencia, con efectos redistributivos dentro de la misma economía.

En cambio, la deuda externa representa no sólo una deuda del Estado hacia los capitalistas en el aspecto jurídico, sino también económicamente una deuda de la economía nacional hacia los capitales extranjeros, cuyos servicios deben ser cubiertos con el esfuerzo productivo del país.

Según la Constitución Nacional, le corresponde al Congreso (Poder Legislativo) contraer empréstitos sobre el crédito de la Nación (artículo 75 inciso 4) y arreglar el pago de la deuda externa (artículo 75 inciso 7).

No obstante la aparente claridad de los preceptos constitucionales, la doctrina argentina ha proliferado en discrepancias en cuanto al alcance de estas disposiciones. Por ejemplo Bidart Campos (1) entiende que no cabe duda acerca de la competencia del Congreso en esta materia, es más, propone un cambio en las tradicionales fórmulas de delegación que hace el organismo legislativo, para pasar a hacerse cargo no sólo de “arreglar” la deuda, sino también de recuperar para el gasto social el nivel axiológico que la Constitución le discierne. Otros, como Vanossi (2), relativizan el alcance de esta atribución considerando que el Congreso actúa en este tema en las únicas oportunidades que la propia Constitución Nacional determina específicamente, se refiere fundamentalmente a la aprobación del presupuesto y a la aprobación o rechazo de la cuenta de inversión.

Hay que decir que ésta última posición es la que ha prevalecido, tanto jurídica como políticamente, ya que, a través de la Ley de Administración Financiera y Sistemas de Control del Sector Público Nacional, sancionada por el propio Congreso, se ha delegado la potestad en materia de deuda en el Poder Ejecutivo Nacional. Por otra parte, las condiciones que fija la disposición legislativa son exiguas. De todos modos, si no se cumplieran, dice Quiroga Lavié (3), será el Congreso quien deberá nulificar la actuación del ejecutivo, sin perjuicio del control judicial.

Tan certera es la afirmación del prestigioso constitucionalista, que el titular de la Fiscalía en lo Criminal y Correccional N° 8 de la Capital Federal (4), dio curso a una denuncia por la presunta comisión del delito de administración fraudulenta en perjuicio del Estado por la toma de deuda de los cien años, en contra del ministro de Finanzas Luis Caputo, en razón que las condiciones del endeudamiento resultan ruinosas para los intereses del Estado, el Fisco y el Pueblo Argentino, toda vez que, cuando haya transcurrido el trece por ciento (13%) del plazo previsto, los acreedores habrán recuperado el capital invertido y luego pasarán el ochenta y siete por ciento (87%) del tiempo acordado recibiendo una renta casi perpetua, que al final sumará un monto total equivalente a doce veces y media (12 y ½) el importe originalmente invertido.

La Corte, también ha señalado (5) lo peligroso y poco recomendable del mecanismo de tomar deuda para pagar deuda, que es lo que en definitiva se está haciendo. Así lo manifestó Guido Sandleris, Jefe de asesores del ministerio de hacienda (6) quien señaló que tres de cada cuatro dólares de la deuda emitida por este gobierno es para cancelar pasivos de gobiernos anteriores.

Lamentablemente este recurso de tomar deuda, parece ser tan re manidamente conocido como ineficaz.

En efecto, desde el empréstito de la casa Baring Brothers de 1824, que se realizó con el objeto de emprender distintas obras como el puerto de Buenos Aires y la red de agua corriente para la misma ciudad que recién comenzarían a proyectarse y ejecutarse medio siglo después; hasta éste que pone sobre las espaldas de futuras generaciones el peso de una deuda que no tiene otro objetivo que sufragar una anterior. Han sido numerosas las voces que se han alzado en contra de este mecanismo, el paradigmático fallo del Juez Jorge Ballesteros (7) y el pronunciamiento de destacados profesores de Derecho (8) que pusieron sobre el tapete un enjundioso estudio que corre el velo sobre la ilicitud de los procesos de endeudamiento de Argentina en particular y de Latino América en general.

Sin embargo, pareciera que continuamos donde empezamos; lejos de modificarse la legislación que posibilitó y posibilita la utilización de la herramienta del endeudamiento externo como instrumento de gobierno, se han mantenido durante años los dispositivos legislativos de delegación y de emergencia económica que avalan la actuación de los diferentes gobiernos en esta materia.

Pero esto no es lo que ocurre en todos los continentes ni en todos los países de nuestro globo.

Sólo para tomar algunos ejemplos, me parecen particularmente representativos los casos de Alemania y España. En función de los objetivos socioeconómicos trazados en el Tratado de Maastrich de 1992, la República Alemana modificó su Ley Fundamental introduciendo mecanismos de autolimitación en materia de déficit público y endeudamiento.

La reforma implica que los presupuestos de la Federación y de los Länder deben ser equilibrados, en principio, sin ingresos provenientes de créditos. Pueden tomar deuda únicamente con el objetivo de aportar al desarrollo, así como para casos de catástrofes naturales o de situaciones extraordinarias de emergencia, que se sustraen al control del Estado y que graven considerablemente la situación financiera estatal. Para la regulación de excepción debe preverse una regulación especial que incluya claramente las condiciones del crédito y su amortización.

Los ingresos provenientes de créditos no pueden superar el 0,35 por ciento en proporción al producto interior bruto nominal. La obtención de créditos y la prestación de fianzas, garantías u otras clases de seguridades que puedan dar lugar a gastos en ejercicios económicos futuros, necesitan una habilitación por ley federal que determine o permita determinar el monto de los mismos.

A partir de estos requisitos, el ordenamiento constitucional alemán introdujo un límite de endeudamiento para la federación y los länder y la creación de un procedimiento tendiente a evitar situaciones de emergencias presupuestarias, consagrando constitucionalmente una determinada visión de la política económica.

En el caso de España, El Estado y las comunidades autónomas no pueden incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos. Una ley orgánica debe fijar el déficit estructural máximo permitido al Estado y a las Comunidades Autónomas, en relación con su producto interior bruto. Las Entidades Locales deberán presentar equilibrio presupuestario.

El Estado y las comunidades autónomas tienen que estar autorizados por ley para emitir deuda pública o contraer crédito. Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta. Estos créditos no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la ley de emisión. El volumen de deuda pública del conjunto de las administraciones públicas en relación con el producto interior bruto del Estado no podrá superar el valor de referencia establecido en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea.

Los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo pueden superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados.

En definitiva, no resulta descabellado introducir por vía constitucional (sobre todo teniendo en cuenta la frondosa historia en materia de endeudamiento que posee la Argentina), cláusulas que limiten el accionar de los distintos gobiernos en este rubro y que, fundamentalmente tiendan a garantizar el cumplimiento de los derechos económicos y sociales a los que la población debe acceder, y que durante muchos momentos de los procesos económicos que afrontó el país, fueron los definitivamente menoscabados para afrontar los pagos de los servicios de la deuda.

(1) Bidart Campos, Germán J. “Arreglar el pago de la deuda externa” La Ley 2001-E, 1280.
(2) Vanossi, Jorge “La gestión constitucional de la deuda pública externa” La Nación, 26 Y 27/5/1985.
(3) Quiroga Lavié, Humberto “Derecho Constitucional Argentino” Rubinzal – Culzoni 2009.
(5) CSJN “Galli, Hugo G. y otro c. Estado Nacional” 5/4/2005.
(7) Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal N° 2 de la Capital Federal  “Olmos ,Alejandro S/dcia”- Expte N° 7.723/98.

(8) Propuesta de llevar la deuda externa a la Corte Internacional de La Haya, formulada por Miguel Ángel Espeche Gil, Alfredo Eric Calcagno, Alberto Biagosch, Alberto González Arzac. Con adhesiones de la Universidad de Buenos Aires: Atilio Aníbal Alterini (Decano), Marisa Aizenberg, Gladys S. Alvarez, Oscar J. Ameal, Facundo Biagosch, Christian Alberto Cao (Consejero), Alberto Dalla Via, Miguel Federico De Lorenzo, Lily R. Flah, Abel Fleitas Ortiz de Rozas, María Cecilia Gómez Masía, Cecilia Grosman, Guillermo Moncayo, Félix Pelliza (Consejero), Norberto Rinaldi, Fernando G. Ruiz Díaz (Consejero), Néstor Solari. Universidad Nacional de Córdoba: Ramón Daniel Pizarro, Gustavo Vallespinos. Universidad Nacional del Litoral: Gabriel Chausovsky, Ricardo Lorenzetti, Enrique Müller, Edgardo Saux. Universidad Nacional de Mar del Plata: Graciela Messina de Estrella Gutiérrez. Universidad Nacional de Rosario: Miguel Ángel Ciuro Caldani. Universidad Nacional del Sur: Hugo A. Acciarri. Universidad Nacional de Tucumán: Belén Japaze, Adela María Seguí.