Entre las medidas de nuevo gobierno
nacional, una de las que mayor polémica ha generado, son los “despidos” masivos
en el sector público. Entrecomillo la palabra despidos porque así los ha
denominado la prensa, aunque en estricto lenguaje jurídico no se trata
exactamente de eso.
Si bien las consecuencias pueden
ser similares, es decir que una persona deje de trabajar en la ocupación que lo
venía haciendo, el despido de un trabajador de la Administración Pública no
puede llevarse adelante por la mera voluntad del gobernante de turno. Me parece
importante destacar este carácter esencial del empleo público, porque la idea
contraria no sólo puede llevar a equívocos, sino que tiende a naturalizar hacia
la opinión pública una consecuencia que en el ámbito de la administración
pública hoy debiera resulta imposible.
La naturaleza jurídica de la relación que une al empleado público
y al Estado ha estado en constante elaboración desde los albores del Derecho
Administrativo como disciplina autónoma en el campo del Derecho.
En efecto, en un principio se sostuvo que se trataba de un acto
unilateral del Estado, al cual daba validez o eficacia el consentimiento del
administrado, así la situación jurídica del agente y empleado tenía forma legal
o reglamentaria; por otro lado se señaló que en origen era un acto jurídico
bilateral, importando la voluntad del agente pero sin formalizar un contrato,
en tanto que la relación subsecuente se encuadraba en lo estatutario, pudiendo
la Administración modificarla unilateralmente.
Últimamente se ha establecido cierto consenso en definir al empleo
público como la relación laboral que se da entre un agente o funcionario
público y una persona de derecho público estatal o no estatal, con
independencia del régimen de derecho público o privado que rija dicha relación.
Por otro lado, desde el ámbito jurisprudencial, a partir del fallo
"Madorrán", la Corte ha modificado su tradicional doctrina que
consideraba al empleo público como una relación surgida del poder de imperio
del Estado y por tanto susceptible del régimen de exhorbitancia propio del
derecho público, en esta dirección, nuestro más alto Tribunal también sostuvo una
tajante diferenciación entre la relación de empleo público y el contrato de
trabajo privado.
Sin embargo, el fallo señalado marcó lo que la doctrina ha
denominado "laboralización" o "privatización" del empleo
público. Esto significa ni más ni menos que en el empleo público tiene plena
vigencia el principio protectorio y el de justicia social, lo cual permite
aplicar a dicho vínculo los diferentes principios elaborados por el Derecho del
Trabajo. En definitiva implica la plena vigencia de los principios constitucionales
contenidos en el art. 14 bis de la Constitución Nacional, debiéndose aplicar
subsidiariamente y por analogía las normas y principios que rigen en el derecho
privado.
Este cambio, sin duda, importa un incremento de derechos para los
trabajadores estatales en particular y se inscribe en una serie de avances que
los gremios del sector público han conquistado.
Entre estos derechos reconocidos al trabajador estatal hay uno que
le resulta específico y lo distingue respecto de cualquier otro trabajador y es
precisamente la Estabilidad. La estabilidad implica, nada más y nada menos, que
el empleado público no puede ser “despedido”. Sí, efectivamente, el empleado
público no puede ser despedido y esta protección no sólo está reconocida por el
marco regulatorio del empleo público (Ley 25164 en la Nación y Ley 3161 en la
Provincia de Jujuy) sino que está contenida en la propia constitución. El
artículo 14 bis al que ya aludimos, distingue claramente entre la protección
del despido arbitrario para el común de los trabajadores y el derecho a la
estabilidad, “absoluta” o “propia” la califican algunos autores, del trabajador
estatal.
Esta tendencia que, como dijimos, ha tomado un claro impulso desde
el fallo Madorrán, requiere para su operatividad algunos pequeños detalles.
Cuáles son: que el trabajador estatal haya ingresado por los medios de
selección previstos por la ley (concurso) y que revista como “planta” o de
“carrera”.
Lamentablemente, los miles de “despidos” ocurridos desde la
asunción del nuevo gobierno se han efectivizado respecto de trabajadores que no
cumplían con estos “pequeños detalles” a los que nos referimos en el párrafo
anterior, es decir no eran empleados de planta permanente ni habían ingresado
por los medio de selección previstos por la ley.
Esto ocurrió y fue posible porque el Estado viene funcionando bajo
un régimen de emergencia económica y administrativa desde 1989, creado
justamente para desmantelar su funcionamiento, desguazarlo y reducirlo a las
funciones mínimas que uno pudiera imaginar. Sin embargo, a partir de 2003 el
sector público comenzó a revalorizarse y a experimentar un desarrollo e
incremento de su rol en la sociedad, pero ello no fue acompañado por una
legislación que normalice su funcionamiento, en consecuencia el crecimiento del
Estado se llevó adelante bajo una normativa de excepción violentando las formas
recomendables tanto de ingreso como de permanencia en las funciones. Es lo que
comúnmente conocemos como precarización.
La existencia de una burocracia estatal (en el buen sentido de la
palabra) es recomendable para el adecuado funcionamiento de la administración y
esto es lo que lamentablemente hemos postergado como objetivo de la sociedad,
permitiendo o aceptando la identificación de los empleados públicos con
características nada halagüeñas, como lo grafica magistralmente Juan Carlos
Dávalos en su cuento “Cola de gato”, características que son estigmatizantes y
que ahora son aviesamente utilizadas para “despedir” a trabajadores del sector
público.
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