lunes, 31 de octubre de 2016

¿Qué es el ministerio público fiscal?

El 4 de abril de este año, el Poder Ejecutivo elevó al Congreso de la Nación un proyecto de modificación de la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal (N° 27.148). Sin embargo, la iniciativa gubernamental cobró notoriedad la última semana, cuando obtuvo dictamen favorable de Comisión, lo que le hubiera permitido ser llevada al recinto para su tratamiento.

Esto no ocurrió, porque la catarata de reparos que cosechó el proyecto entre los actores más diversos del mundo jurídico y del espectro político, hicieron perder impulso al intento, que dará marcha atrás en busca de mayores consensos.

Fiel al objetivo primordial de este espacio, en primer lugar trataré de describir –aunque de manera somera- qué es el Ministerio Público Fiscal, para recién luego hacer algunas consideraciones sobre el proyecto de ley.

Si bien el Ministerio Público existe desde antes de la reforma constitucional de 1.994, es a partir de ella que toma otra dimensión. En primer lugar por ser incorporado como un órgano de la Constitución; con anterioridad se había organizado de forma legal pero con notoria injerencia, del poder judicial primero y luego del poder ejecutivo.

Justamente, en 1.991 el Fiscal de Investigaciones Administrativas Ricardo Molinas (que llevaba adelante pesquisas sobre corrupción en el Estado) fue destituido por el Gobierno de Carlos Menem; algo similar ocurrió con los Fiscales Aníbal Ibarra y Hugo Cañón que se opusieron al Indulto de ese mismo gobierno y fueron sometidos a sumarios.

Por ello, la reforma Constitucional de 1.994 le otorgó una particular importancia, incorporándolo como un órgano independiente, con autonomía funcional y autarquía financiera (artículo 120 de la C.N.).

La autonomía funcional, fue interpretada por gran parte de la doctrina, en el sentido que el Ministerio Público Fiscal es un órgano que no se inserta en ninguno de los otros tres poderes clásicos (ejecutivo, legislativo y judicial), sino que se trata de un nuevo poder análogo a aquellos, y por lo tanto se trataría de un cuarto poder, o como otros lo han expresado (Bidart Campos por ejemplo) se trata de un órgano extrapoder.

Los órganos extrapoder, son colocados por el derecho constitucional contemporáneo al margen de los poderes tradicionales, aunque en relación con ellos. Otros (como Rosatti) prefieren no atribuirle esa denominación que en realidad no tiene raigambre constitucional, sino situarlo como un órgano constitucional no dependiente desde el punto de vista institucional de ninguno de los tres poderes establecidos, destinado a promover la actuación de uno de ellos –el judicial- y relacionado con los otros dos.

Más allá de estos matices sobre su caracterización, no existe duda que es un órgano absolutamente independiente, tanto desde el punto de vista estructural, como por la índole de sus funciones, que imponen la necesidad de que su actuación no esté sujeta a directivas ni órdenes de ningún poder.

Para ello, la Constitución le otorgó la autonomía funcional y la autarquía financiera, que implica que no puede intervenirse en su gestión y puede administrar los recursos que le asigne el presupuesto anual.

Sus integrantes gozan de inmunidades funcionales e intangibilidad de sus remuneraciones, a fin de garantizar su accionar independiente. Está integrado por un procurador general de la Nación (Ministerio Público Fiscal) y un defensor general de la Nación (Ministerio Público de la Defensa).

Las funciones clásicas que le competen, consisten en incoar y mantener ciertas pretensiones ante la justicia cuando media interés social que lo justifique y controlar el debido cumplimiento de las normas que aseguran la administración de justicia. Excluye la defensa de los intereses patrimoniales del Fisco, por ello no debe confundírselo con la figura del Fiscal de Estado (existente en las jurisdicciones provinciales) o el Procurador del Tesoro de la Nación, que sí representan a los poderes ejecutivos y dependen funcional y jerárquicamente de éstos.

Su funcionamiento se encuentra regulado actualmente por la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal sancionada el 10 de junio de 2015, que lo organiza en torno al Procurador General, designado por el Poder Ejecutivo con el acuerdo del Senado con mayoría especial de dos tercios de los legisladores presentes; y con un Consejo General del Ministerio integrado por seis vocales elegidos entre los integrantes del Ministerio Público Fiscal.

Se integra con Fiscalías de Distrito que son las encargadas de llevar adelante la tarea del Ministerio en un ámbito territorial determinado. Cuenta con Procuradurías Especializadas permanentes, que versan sobre Investigaciones Administrativas, Defensa de la Constitución, Crímenes contra la Humanidad, Criminalidad Económica y Lavado de Activos, Narco criminalidad y Violencia Institucional, pudiendo el Procurador General crear otras para temas específicos, por ejemplo actualmente se ha creado la Procuraduría especializada en trata y explotación de personas. También el Procurador puede crear Unidades Fiscales Especializadas con el objeto de investigar y abordar fenómenos generales que por su trascendencia pública o institucional o razones de especialización o eficiencia así lo requieran, por ejemplo se ha creado la Unidad Especializada de Violencia contra las mujeres.

Respecto del proyecto de ley ingresado por el Ejecutivo, tomaré como referencia el interesante análisis realizado por Gustavo Arballo en su blog “saber leyes no es saber derecho” (ww.saberderecho.com), que resalta cinco (5) cuestiones a tener en cuenta:

La primera referida a la falta de inclusión en el proyecto de todo tratamiento al Ministerio Público de la Defensa, lo que evidencia un direccionamiento inocultable respecto de la otra pata de la institución, justamente a cargo de la Procuradora Gils Carbó, cuya desaprobación no ha sido ocultada por el oficialismo.

La segunda (muy emparentada con la primera) es la limitación del mandato del Procurador a cinco años de ejercicio y su aplicación retroactiva al funcionario que actualmente lo ejerce.

La tercera se relaciona con la injerencia de los otros poderes sobre el Ministerio Público Fiscal y comprende tres facetas, la intervención del Poder Ejecutivo en los concursos de los Fiscales; la intervención del Poder Legislativo, a través de una comisión bicameral, en cuestiones fundamentales del gobierno del organismo; y por último, la intervención del Poder Ejecutivo en la fijación de la política criminal del ministerio público.

La cuarta, tiene que ver con la afectación de derechos adquiridos de fiscales y trabajadores del organismo, en tanto le otorga al “nuevo procurador” (supone que caducará la designación de la actual) facultades de tomar a su cargo la dirección de cualquier causa, también anula los traslados de los fiscales dispuestos con anterioridad a la vigencia de la ley y propicia la revisión de todas las titularidades de procuradurías y unidades especiales sin límite temporal y directa exclusión de los que tuvieran menos de cinco años en su función; en la misma dirección las funciones jerárquicas sólo podrán ser cumplidas por los fiscales que tengan más de cinco años de antigüedad y posibilita los traslados del personal por disposición del procurador, aún sin consentimiento del trabajador.

La quinta supone un cambio de política criminal y diseño institucional, más por omisión que por disposición, ya que el proyecto omite mencionar cuestiones relacionadas a la violencia de género, al caso AMIA, a los derechos humanos, a las UFI (unidades de investigación especializada) que actualmente están en funcionamiento, a los programas sobre derecho del trabajo y derecho de los consumidores.


En definitiva, recibo con beneplácito el retroceso de este proyecto que tiene un marcado direccionamiento que apunta directamente sobre la persona de la actual procuradora y todas las designaciones que fueron hechas durante su mandato. Sin duda es saludable que, aún en el seno mismo del oficialismo se hayan planteado reparos a sus disposiciones. Espero, que este nuevo espacio que se abre para la reformulación del proyecto, se funde en el mejoramiento de la institución, respetando los derechos de sus funcionarios y trabajadores y busque su crecimiento sobre la base del respeto a la cláusula constitucional que le dio origen y que lo concibió como un organismo independiente.

viernes, 7 de octubre de 2016

A propósito de los fallos de la Corte Suprema de Justicia por los amparos sobre las tarifas del gas y de la luz ¿Qué son los procesos colectivos?

El cambio de signo político del Gobierno Nacional, entre otras cuestiones, instaló como una de las decisiones centrales en materia de política energética, la imperiosa necesidad de “sincerar” las tarifas de los servicios públicos.

Con el eufemismo del sinceramiento, en realidad se llevó adelante un despiadado aumento de tarifas de los servicios públicos de provisión de gas y de energía eléctrica. Ante ello diversos actores sociales, políticos e institucionales, pusieron en funcionamiento las herramientas de la Constitución para la salvaguarda de los derechos de los usuarios.

Más temprano que tarde, la Corte Suprema de Justicia de la Nación (máximo órgano de decisión del Poder Judicial) debió intervenir para resolver sobre los “tarifazos”. Sin embargo, luego de una euforia inicial por el primer fallo sobre las tarifas de gas, sobrevino un halo de decepción por su correlativo sobre el servicio de energía eléctrica.

La trascendencia política y económica de ambos decisorios, disparó su análisis desde todos los campos posibles -económico, político, social, cultural y, por supuesto jurídico-; sin embargo ha quedado flotando sobre las mesas de café, las charlas de fila de banco o de parada de colectivo, e incluso en algunos programas periodísticos, una suerte de desazón o de incomprensión sobre cómo decide la Corte: Anula las tarifas de gas, pero sólo para los consumidores domiciliarios, dejando afuera a las PYMES y a las industrias. Luego, no acepta el cuestionamiento sobre las tarifas de luz, aparentemente fundado en idéntico argumento que sirvió de base para dejar sin efecto las de gas, o sea la falta de Audiencia Pública.

En este espacio, trataré de buscar algunas explicaciones –lo más sencillas posibles- desde la perspectiva jurídica de la cuestión.

Lo primero que me parece necesario aclarar, es que nuestra Constitución Nacional no prevé expresamente un sistema de control de constitucionalidad, es decir, que no establece qué órgano es el encargado de velar por que los actos de los distintos poderes del Estado estén de acuerdo a la Constitución y respeten sus principios y disposiciones.

Esta omisión, ha sido suplida por la propia Corte Suprema, siguiendo la solución que le dio al mismo problema, su par de los Estados Unidos de América en el célebre fallo “Marbury vs. Madison” de 1803, cuando determinó que todas las normas y actos del Estado deben adecuarse a los principios y disposiciones constitucionales, por tratarse de una Ley Suprema, y que quien realiza el control de esta adecuación es el Poder Judicial, a través de todos sus magistrados.

Es lo que en doctrina se denominó: Control de constitucionalidad difuso, que implica que todos los jueces de la nación y de las provincias están en condiciones de declarar la inconstitucionalidad de una norma o actuación del Estado y que –en principio-, esa declaración, sólo será realizada a petición de un sujeto con interés legítimo (que esté directamente afectado) y con validez exclusivamente para ese caso, sin que implique dejar sin efecto la disposición para las demás personas.

Otros ordenamientos constitucionales, en cambio, establecen un sistema de control concentrado en un único Tribunal capaz de resolver las cuestiones de naturaleza constitucional y otorgan a sus decisiones carácter general y derogatorio de las normas declaradas en pugna con la Constitución.

Note el lector, que mencione entre guiones “en principio”, porque estas condiciones para la declaración de inconstitucionalidad, fueron objeto de excepciones, permitiéndose por ejemplo que sea declarada la inconstitucionalidad, aún sin que medie el pedido expreso del interesado y, lo que en este comentario nos interesa, que el resultado invalidante de la declaración de inconstitucionalidad sea aplicado o, mejor dicho, tenga efectos para un colectivo de personas y no sólo para una (la demandante) y, además, la acción pueda ser iniciada por otro sujeto diverso del clásico legitimado por ser titular de un derecho subjetivo.

Este tránsito hacia la mejor y más efectiva protección de los derechos, se identifica con la propia evolución de las sociedades. En efecto, en la etapa inicial de la organización de los Estados a través de sistemas constitucionales (es decir aquellos en los que el poder se encuentra limitado por una norma legal fundante del propio Estado), el ordenamiento legal se orientó a proteger los derechos individuales, entre los que incluimos a los derechos personalísimos (derecho a la vida, a la integridad, a la intimidad y privacidad, etc.), los derechos civiles (derecho a trabajar, a ejercer industria lícita, a comerciar, a expresarse libremente, a circular y transitar, etc.), y los derechos políticos (derecho de peticionar, de sufragar, de ser electo, de formar partidos políticos, etc.). Es lo que conocemos como “derechos de primera generación”.

Luego del sismo social que ocasionó la revolución industrial, los ordenamientos legales se orientaron a proteger los derechos sociales, entre los que se incluyen los derechos de los trabajadores, de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los discapacitados, de la familia y los derechos de la seguridad social y de organización gremial. Conocidos como “derechos de segunda generación”.

Ya en la segunda mitad del Siglo XX, se genera la necesidad de protección a otro tipo de derechos, cuya primera y original característica es que son derechos supraindividuales o pluripersonales por pertenecer indistinta o alternativamente a una pluralidad de sujetos, en tanto integrantes de un grupo, categoría, clase o sector social. Nadie resulta titular exclusivo y varios son sus beneficiarios. No están en cabeza de un sujeto determinado, sino esparcidos entre todos los que conforman una comunidad o parte de ella. La segunda cualidad que los caracteriza, es que suponen una homogeneidad cualitativa del contenido de las pretensiones de los integrantes del grupo. Son los derechos de incidencia colectiva o derechos públicos subjetivos y comprenden dos grandes grupos: aquellos que no son susceptibles de apropiación exclusiva por tratarse de bienes comunes o generales y por lo tanto son subjetivamente indeterminados y objetivamente indivisibles (por ejemplo derechos ambientales); y aquellos que son divisibles y mensurables, susceptibles de apropiación exclusiva pero cualitativamente equivalentes entre sí, idénticos a otros que, por tanto, son afectados indistintamente (por ejemplo derechos de los usuarios de servicios públicos). Los conocemos como “derechos de tercera generación”.

Algunos constitucionalistas coinciden en que la protección de estos derechos colectivos, se inició por creación pretoriana (quieren significar que los jueces suplieron la actividad del legislador y aceptaron planteos de este tipo estableciendo reglas y requisitos para su procedencia), primero a través de pronunciamientos de los Tribunales inferiores (fundamentalmente para dar respuesta a cuestiones ambientales, por ejemplo el conocido “caso de las toninas overas” de 1983) y luego de la propia Corte Suprema de Justicia en la causa “Ekmekdjian c. Sofovich” de 1992, al otorgarle operatividad al derecho de réplica y reconocer legitimación a un afectado en una suerte de representación colectiva de la comunidad católica.

Pero, sin dudas, el gran avance de nuestra legislación en materia de protección de derechos de incidencia colectiva o derechos públicos subjetivos, se concretó con la reforma constitucional de 1994. La incorporación de los derechos de tercera generación en los artículos 41 y 42 de la Constitución, exigían que se asegurase su tutela mediante una acción idónea, por ello en el artículo siguiente (el 43 de la CN) agregó, como una subespecie del amparo individual, el amparo colectivo: vía rápida y expedita para prevenir y/o reparar las lesiones a estos nuevos derechos en cabeza de sujetos plurales. Al constitucionalizarse esta acción, se le otorgó reconocimiento a los denominados “intereses difusos” que cada persona tiene en razón de pertenecer a un grupo, clase o categoría.

El amparo colectivo fue concebido para proteger derechos de incidencia colectiva en general (así lo expresa el artículo 43 de la CN) que son los que caracterizamos como derechos públicos subjetivos; derechos de incidencia colectiva en particular, que son aquellos especialmente mencionados en la letra de la Constitución y que comprenden aquellos que puedan surgir contra cualquier forma de discriminación (raza, color, sexo, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento y cualquier otra situación que pueda ser caracterizada como discriminatoria), los derechos de protección del ambiente y los derechos que protegen la competencia, al usuario y al consumidor.

Hasta aquí, recorrimos los aspectos generales y constitucionales que informan el instituto de la acción colectiva. Sin embargo para tratar de desentrañar qué pasó en los casos que comentamos (“CEPIS” sobre tarifa de gas y “Abarca” sobre tarifa de energía eléctrica), es necesario abordar un par de cuestiones a las que aún no me he referido.

La primera, tiene que ver con la inacción de uno de los Poderes del Estado (el Legislativo), que ha omitido regular la acción colectiva, a más de veinte años de la reforma constitucional de 1994, que la incorporó al ordenamiento jurídico nacional. La otra –íntimamente relacionada con la primera-, son los requisitos que la propia Corte ha diseñado para su procedencia.

Esto surge claramente de la reciente Acordada 12 de la Corte (dictada el 5 de abril de 2016) que aprueba el Reglamento de Actuación en Procesos Colectivos. De ella surge con innegable precisión y sencillez, que esta enumeración de condiciones para la procedencia de este tipo de procesos, tiene vigencia mientras no se dicte una ley que regule la materia y, finalmente, detalla los requisitos de procedencia de la acción colectiva, en base a lo que el propio Tribunal fue construyendo en sus sentencias anteriores, fundamentalmente en la causa “Halabi” (en la que se declaró la inconstitucionalidad de la Ley 25873, conocida como “ley espía” con efecto erga omnes, o sea para todos los posibles afectados).

En este último aspecto, la Corte ha reiterado la distinción entre "derechos de incidencia colectiva que tienen por objeto bienes colectivos" y "derechos de incidencia colectiva individuales homogéneos". Como lo reseñé párrafos atrás, los primeros se caracterizan por la indivisibilidad del derecho invocado, siendo imposible concebir una solución material distinta para cada uno de los miembros del grupo. Los segundos, buscan tutelar colectivamente derechos de naturaleza individual, que permitirían, en caso de no accederse a una respuesta concentrada, una solución material distinta para cada uno de los afectados, lo que pone en evidencia la divisibilidad de su objeto.

Esta distinción ha tenido su importancia a la hora de que el Tribunal establezca los recaudos de admisión de la acción colectiva. En efecto, para el primer caso, o sea, el destinado a proteger derechos de incidencia colectiva sobre bienes colectivos, se exigen dos requisitos: que la petición tenga por objeto la tutela de un bien colectivo; y que la pretensión esté focalizada en la incidencia colectiva del derecho y no en los aspectos patrimoniales derivados de su afectación.

En cambio, para el segundo, es decir, cuando se tiende a proteger derechos individuales homogéneos (que es el caso de las tarifas de gas y de energía eléctrica), los requisitos son más difíciles de completar. Tanto en sus anteriores sentencias como en el Reglamento elaborado por la propia Corte, al que ya hice referencia, enumera estas condiciones: 1) la causa fáctica o normativa común, esto es, la existencia de un hecho único o complejo que causa una lesión a una pluralidad relevante de derechos individuales; 2) el predominio de las cuestiones comunes sobre las individuales; y 3) la constatación de que el ejercicio individual no aparezca plenamente justificado, afectando así el acceso a la justicia. Además, estas condiciones se completan con otras de carácter formal que son la precisa identificación del grupo afectado y la previsión de mecanismos de notificación, publicidad y “opt out” (que significa el derecho de autoexclusión de quienes no deseen quedar comprendidos en el reclamo grupal).

Por otra parte, en cuanto a la legitimación procesal para promover la acción colectiva, que no es otra cosa que determinar qué sujetos están habilitados para promover el proceso, el máximo Tribunal nacional ha señalado: El Defensor del Pueblo está habilitado para promover este tipo de acción, siempre que la materia cuestionada se encuentre dentro de las competencias que le atribuye la ley que regula su actuación. Los legisladores y los partidos políticos no tienen legitimación para promover procesos colectivos en representación de grupos o colectivos. Cuando un miembro de un grupo o clase promuevan acciones colectivas en representación de estos, debe indicar con la mayor precisión posible el alcance del sector que pretenden abarcar.

Trasladados estos recaudos a los pronunciamientos comentados, surgen -ahora sin tanta dificultad-, los motivos por los que se rechazan las acciones. En el caso de las tarifas de gas, se excluye a los usuarios no residenciales, porque no se ha considerado suficientemente justificado que si cada integrante del grupo tuviera que promover acciones individuales, esto comprometería seriamente su acceso a la justicia.

Mientras que para las tarifas de energía eléctrica, no se reconoció legitimación al Secretario del Defensor del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires, porque no ostenta las mismas atribuciones que el titular del cargo, mientras que como se dijo los legisladores y partidos políticos no son considerados como representantes de un colectivo determinado, respecto de los clubes de barrio que también fueron promotores de la acción, se les requirió acrediten en primera instancia qué colectivo representan y justifiquen la falta de acceso a la justicia que se produciría si cada uno, individualmente, tuviera que promover acciones particulares.

En definitiva, la Corte ante la falta de regulación legal de este tipo de procesos, ha establecido recaudos que pueden parecernos adecuados o no, pero –en general- resultan claros y precisos. Digo en general porque uno de ellos deja lugar a cierta discrecionalidad, en tanto exige la demostración de que el ejercicio individual no aparezca plenamente justificado, afectando así el acceso a la justicia. Esto quiere decir que debe juzgarse si cada integrante del grupo o clase está en condiciones de iniciar por sí solo la defensa de sus derechos y demostrar en qué forma la acción individual lo imposibilita de una tutela judicial efectiva.


Los argumentos para sostener que la reglamentación de la Corte es excesiva, y si bien no contraría el artículo 43 de la Constitución, por lo menos lo limita a su mínima expresión, son abundantes. Sin embargo, los otros dos poderes (Ejecutivo y Legislativo) han demostrado aún mayor desinterés por avanzar en la regulación de este instituto, que sin lugar a dudas, se constituye en una de las herramientas más importantes con que cuenta la sociedad en su conjunto para proteger sus derechos.