jueves, 30 de marzo de 2017

ESCUELA PÚBLICA O ESCUELA PRIVADA

Luego de las declaraciones del Presidente Macri sobre los resultados de la evaluación "aprender" y su malograda expresión "caer en la escuela pública" se reavivó el debate sobre si la calidad académica de la escuela privada es superior a la de la escuela pública. En este caso copio un muy buen artículo de Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani publicado en Revista Anfibia, que aborda la discusión desde un interesante punto de vista.


El presidente de Argentina dijo que quienes no pueden acceder a la educación privada deben "caer" en la educación pública. Los investigadores Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani desarman, con datos, los repetidos clichés sobre colegios públicos y privados. A pesar de las críticas que los ciudadanos suelen hacer a la escuela pública, la mayoría considera el acceso al conocimiento y la cultura una cuestión de derecho y no de mercado. Muchos padres dicen que las privadas se ven más ordenadas y el dictado de las clases está garantizado. Pero no hay quejas de que en la educación pública “se aprenda menos”; y los estudios avalan esa percepción. Un fragmento de “Mitomanías de la educación argentina” (Siglo XXI)

¿Por qué defendemos la escuela pública? Si uno desea un país más democrático e igualitario, la educación es un derecho. Si el derecho no incluye una educación de alta calidad, al menos tan buena como la formación a la que acceden las elites, no estamos garantizando plenamente la igualdad de oportunidades. Cada vez que la escuela pública ve afectado su funcionamiento de manera que la educación que puede ofrecer está por debajo de las escuelas privadas, se lesiona el derecho de los niños a recibir conocimientos en igualdad de condiciones. El mundo real está lleno de desafíos, y la escuela es un sitio estratégico para que la sociedad aprenda a con vivir en la heterogeneidad. Esto no podría lograrse si la formación “privada” no estuviera regulada por el Estado en algunos contenidos básicos. De hecho, según la ley, todas las escuelas son de carácter público, sólo que algunas son de “gestión privada”. El Estado debe ejercer una regulación basada en acuerdos y
consensos amplios sobre el currículum de todas ellas.

En la Argentina, con el tiempo se fue edificando una tradición de educación pública, gratuita y laica. Eso produjo la frecuente asociación de estos tres términos, como si fueran características intrínsecas de lo público. Pero hay países donde la educación pública es religiosa y otros donde no es gratuita. En la Argentina todavía hay, en algunas provincias, enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Del mismo modo, el hecho de que los posgrados universitarios sean pagos no significa que no sean públicos.

Hay problemas sociales que sólo tienen soluciones colectivas o públicas. Desde fines del siglo XIX, la educación fue, primero, una obligación, una cuestión de Estado (no de mercado), y luego, un derecho. Diversas fuentes coinciden en que el crecimiento de las clases medias genera un crecimiento de la educación privada. Se trata básicamente de familias en las que ambos padres trabajan, lo que los lleva a buscar la doble escolaridad y la previsibilidad de que no habrá huelgas (porque ellos deberán concurrir a sus trabajos de todos modos). A esto pueden sumarse ciertas presunciones discutibles sobre la calidad de ambos tipos de educación y (por parte de quienes pueden escoger) una tendencia más profunda a evitar las situaciones de heterogeneidad social. De modo similar, en las últimas décadas ha habido una tendencia social al crecimiento sostenido de los servicios de salud, seguridad y las urbanizaciones privadas.

La expansión histórica de la matrícula de la escuela privada –iniciada en las décadas de 1940 o 1960, según los distintos investigado res– convive hoy, aunque no a la par, con la expansión de la matrícula en la escuela pública, que alcanza a nuevos grupos sociales aún no escolarizados. Las escuelas privadas son mejores que las públicas “Lo público siempre es ineficiente. Lo privado alcanza mayores logros por el impulso que genera la competencia. Si se privatizara la oferta educativa, habría más libertad y la calidad de la enseñanza mejoraría rápidamente.”

Los ideólogos del neoliberalismo pretenden imponer una visión que condena a la educación pública por ser intrínsecamente ineficiente e irracional, y llaman a introducir mecanismos de mercado que descentralicen las decisiones empoderando a las familias. Esta perspectiva no coincide con las valoraciones y expectativas de la mayoría de la población argentina. Pese a las críticas de los ciudadanos hacia la escuela pública (muchas de ellas merecidas), la mayoría de ellos siguen considerando que el acceso al conocimiento y la cultura es una cuestión de derecho y no de mercado. Y no hay derecho sin Estado, es decir, sin ese lugar donde se construye y garantiza un “interés general”.

Aunque una significativa proporción de familias tenga opiniones muy críticas sobre la gestión y el desempeño de las escuelas públicas, una parte de esas críticas no apuntan a aspectos específicamente pedagógicos. Muchos padres señalan que las escuelas privadas son mejores porque perciben un orden que no ven en la enseñanza pública o porque el dictado de las clases está garantizado. Menos frecuente es escuchar quejas respecto de que en la escuela pública “se aprenda menos” que en la privada.

En efecto, la evidencia empírica disponible indica que no se aprende más en las escuelas privadas. Los resultados de las prueba de aprendizaje implementadas en diversos países permiten evaluar los conocimientos de los estudiantes en algunas materias centrales. Si se compara una escuela privada de sectores medios altos con una escuela pública de sectores medios bajos, el caudal de aprendizaje será mayor en la primera. Pero eso no se debe a que una de las escuelas sea pública y la otra privada, sino a que el nivel socioeconómico y educativo de los padres es un factor determinante en la capacidad o la posibilidad de aprendizaje de los alumnos. Así, cuan do se comparan alumnos de escuelas diferentes pero de igual nivel socioeconómico no hay diferencias en los aprendizajes, pero sí los hay cuando se comparan dos escuelas públicas donde concurren alumnos de estratos sociales muy diferenciados.

Dicho de otro modo, las diferencias en cantidad de respuestas correctas no se deben a “algo que les da la escuela privada” sino a lo que buena parte de los alumnos que asisten a escuelas privadas “traen desde la casa”. Como la matrícula de los colegios privados tiende a provenir de sectores profesionales o de más alto capital cultural, sus niveles de conocimiento son mayores, pero no como resultado de la enseñanza de la escuela privada. No hay base científica que permita afirmar que las escuelas privadas son mejores, en términos de aprendizaje, que las públicas. Pero cuando los padres hablan de “la calidad de la escuela” de sus hijos no utilizan la expresión tal como la entienden las pruebas estandarizadas, ya que en sus valoraciones son muy importantes el estado del edificio, la amplitud de
criterios de los directivos, la riqueza de las actividades “extracurriculares” y/o las características generales del alumnado.

En América Latina ha crecido la educación privada incluso en contextos de salida de los modelos neoliberales, cuando todos los países han experimentado un crecimiento económico que mejoró las posibilidades familiares de gastar en bienes no esenciales (que no hacen a la mera supervivencia). Un reciente estudio del CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento) evidencia que, entre 2000 y 2011, en diez países seleccionados de la región se incrementó la proporción de estudian tes que asiste a escuelas privadas. En la Argentina ese crecimiento ha sido inferior al promedio de la región. En los diez países seleccionados, tomados en conjunto, el porcentaje de alumnos en escuelas privadas aumentó del 18 al 23%. En promedio, creció un 28%, y en la Argentina en particular, un 19%. En Brasil y en Perú casi se duplicaron los alumnos que asisten a escuelas privadas; en Chile aumentaron del 47 al 59%, y en la Argentina, del 21 al 25%. Es de cir que la expansión relativa de las escuelas privadas se produjo en un período de relativa prosperidad y de incorporación de sectores populares a la clase media, algo que siempre tiene su correlato en las cuestiones educativas.

Por otra parte, habría que preguntarse también si las escuelas privadas de hoy son como las de antes. Si bien siguen existiendo instituciones que alientan actitudes competitivas o valores religiosos, hay otras que alientan proyectos innovadores, promueven el respeto por los derechos humanos, conciben los procesos educativos en términos de inclusión y apuestan a diversificar la proveniencia social de los alumnos para garantizar una educación en un medio más pluralista. Es posible entonces que algunas familias elijan el sector privado por la mayor capacidad, rapidez o flexibilidad de algunas instituciones para adaptarse a estas nuevas realidades o sensibilidades. Por lo tanto, el significado del crecimiento de la educación privada en la actualidad puede no ser el mismo que en décadas pasadas.
Utilizar estos datos para enunciar frases rimbombantes como “la educación se está privatizando” es absurdo. En el auge neoliberal, el proceso privatizador no pudo avanzar. Los intentos de imple mentar las conocidas “escuelas chárter” (formas de autogestión con implicancias privatizadoras) o de arancelar las universidades públicas fueron desbaratados por la resistencia de la sociedad. Ya hemos dicho que el incremento del presupuesto educativo se plasmó en mayores recursos, como libros, materiales pedagógicos, mejoras en la infraestructura y recuperación de los salarios docentes. Una encuesta de opinión realizada en 2012 por el Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, entre padres de alumnos, mostraba cómo había crecido la imagen positiva de las escuelas públicas a las que enviaban a sus hijos, debido a las mejoras concretas en el equipamiento y la infraestructura. Esa mejora no logró, sin embargo, plasmarse en lo pedagógico. Si bien ahí está planteado el debate hoy en día, sería absurdo afirmar que estamos ante un proceso de privatización, máxime cuando las transferencias de recursos a instituciones de gestión privada son casi exclusivamente de las provincias, y el caudal de recursos está estancado desde hace más de quince años en el 13% del total del presupuesto educativo de esas jurisdicciones.

Carece de importancia que crezca la inscripción a escuelas privadas “Que cada uno elija la escuela donde»quiere enviar a sus hijos. La disminución de la matrícula en las escuelas públicas es un tema irrelevante.” En las grandes ciudades, llegado el momento inevitable, un sector importante de la población se dedica a buscar información, pensar y decidir en qué escuela inscribirá a sus hijos. Utiliza diversos criterios: variables como la distancia, la calidad y el perfil de la institución, el carácter gratuito, el monto de la cuota, la jornada simple o doble, entre otros.

A pesar del mayor presupuesto y de los logros alcanzados recientemente, en no pocos padres persiste la sensación de que las escuelas privadas son mejores que las públicas. Es posible que ese análisis sea producto de circunstancias y perspectivas diferentes. Una cuestión decisiva para los trabajadores que no pueden faltar a su traba jo (la inmensa mayoría de los padres y madres de niños en edad escolar) es la previsibilidad. Cualquiera sabe que hay más huelgas en las escuelas públicas que en las privadas. Menos sabido es que, si esas huelgas tienen éxito, aumentan los salarios de los docentes de ambas escuelas, ya que el pago está a cargo del Estado según los acuerdos paritarios. Pero la imprevisibilidad no depende pura y exclusivamente de las huelgas, a veces basta la simple ausencia del docente. En algunas provincias es frecuente llevar a los hijos a una escuela pública y encontrarse con que no se los recibe porque no ha llegado el maestro ni el suplente. Y la institución no tiene recursos para hacerse cargo de los niños.

Además de resguardar los derechos de los docentes, sería re levante para la educación pública que también se contemplaran las necesidades de los niños y los padres, para evitar que la situación se plantee como una tensión entre familias afectadas y docentes. Más allá del caso particular de una huelga, deberían instrumentarse los mecanismos para que las instituciones públicas garantizaran las clases con maestros suplentes. Cuando los padres hacen cuentas y llegan a la conclusión de que la cuota escolar es inferior a lo que pierden si faltan a su propio trabajo, la decisión está tomada. 

Primero, en estos casos hay una responsabilidad institucional que se incumple, ya que es inaceptable que no se reciba a un niño en la escuela. El Consejo Federal de Educación acordó que no puede haber horas libres, pero las hay. También es cierto que existen docentes que faltan a la escuela pública pero
asisten a la privada. Es una minoría, por supuesto, pero, al contribuir a difundir una imagen parcial, perjudica a todos los docentes. Es llamativo que alguien crea que ser “de izquierda” equivale a defender a una minoría que tiene una conducta inaceptable, en lugar de defender a las mayorías. Vale la pena volver sobre ese círculo extraño que ya mencionamos. El Estado aumenta los salarios de docentes de escuelas privadas como efecto de las protestas y huelgas de los docentes del sistema público, y a raíz de ellas algunos padres sacan a sus hijos de las escuelas públicas para enviarlos a establecimientos privados donde no hay huelgas. Realmente, la Argentina es un país llamativo. Sólo se puede salir del círculo vicioso destinando fondos a aumentar la previsibilidad del sistema público.
Además, en el caso de las escuelas con cuotas más altas, debe considerarse que existe un sector de la sociedad argentina que comenzó a acostumbrarse a una vida social relativamente homogénea. Algunos padres señalan que, en virtud de la desigualdad social que caracteriza a la sociedad contemporánea, la escuela pública plantea desafíos de sociabilidad nuevos para los que ellos carecen de respuestas adecuadas. También están quienes no quieren responder a ningún desafío y sólo desean huir y alejarse de “ellos”, los desiguales.

Defender la escuela pública implica comprender las necesidades de los padres y de los hijos. Los docentes tienen derechos e intereses, así como los niños y los padres. La previsibilidad y la calidad de la educación pública constituyen condiciones irrenunciables que el Estado en todos sus niveles y los miembros de la comunidad educativa deben atender y respetar. “Cada escuela debería tomar sus propias decisiones sin interferencias del Estado” “Las escuelas públicas deberían ser más autónomas, como las privadas. Estas corren con ventaja porque pueden elegir a su propio personal y así llevar adelante una mejor gestión del equipo docente”. Una misma palabra tiene muchos sentidos. El término “autonomía” es un ejemplo crucial en el campo de la política educativa. Se la considera una consigna, un objetivo deseable al que nadie, en principio, puede oponerse. En esto, por lo general, coinciden “conservadores” y “progresistas”, los de “derecha” y los de “izquierda”. Se sabe que los creadores de la escuela activa demandaban autonomía –entendida como libertad de decisión para docentes, alumnos y directivos escolares–, ya que el control de la administración central era un obstáculo para la innovación, la creatividad y la adaptación de la pedagogía a situaciones diversas y particulares. Autonomía era sinónimo de poder adaptar la oferta escolar a las preferencias de los distintos grupos sociales. Si este argumento se lleva al extremo, la autonomía puede determinar una lisa y llana negación de la política educativa nacional. Vendría a ser algo así como una política homogeneizadora al revés. Hoy muchos quieren eliminar lo común, aquello que es transversal a las más diversas escuelas. En los años noventa, no faltaron neoliberales que pregonaron la desaparición del Ministerio de Educación de la Nación. Para ellos, el mejor gobierno de la educación es la ausencia de todo gobierno y la confianza irrestricta en los mecanismos automáticos de regulación. En otras palabras, su credo económico es trasladado a la escuela. Tenemos aquí dos polos opuestos: el modelo tradicional, fuertemente homogéneo, y la flexibilidad extrema que moldea la oferta pedagógica en función de los intereses y demandas de los distintos “públicos”. Ya no es posible sostener el modelo fuertemente centralizado y regulador, propio de la etapa fundacional de los Estados educadores modernos, ni tampoco confiar en la utopía autonomista y autorreguladora. Los defectos e insuficiencias del modelo tradicional están a la vista y no requieren mayor análisis crítico. Más difícil y necesario es realizar una crítica racional al modelo autonomista basado en una concepción ingenua (si no interesada y cínica) de la autonomía de las instituciones. En efecto, cabe recordar que no todos los particularismos son socialmente legítimos en una sociedad pluralista. Algunas minorías pueden estar interesadas en reproducir pautas culturales contrarias a los principios y derechos universales consagrados a nivel internacional y que constituyen un patrimonio cultural de la humanidad. Imaginemos una institución pobre en recursos, sin infraestructura adecuada, con medios didácticos escasos o desactualizados y problemas de formación docente para enfrentar situaciones pedagógicas complejas: en este caso hipotético, la autonomía, lejos de ser la tan idealizada autorización para desarrollar la libertad y la creatividad didáctica, se convertiría en una trampa y debería ser calificada como “abandono y falta de compromiso”. En estos casos vale una intervención social orientada a proveer a esos grupos de aquellas competencias y herramientas que habiliten a sus miembros para reflexionar y constituirse como sujetos.

Muchas experiencias de descentralización y ensayos de autonomía institucional que carecían de políticas complementarias de distribución de recursos y desarrollo de competencias produjeron más daños que beneficios. En buena medida, porque no se pregunta ron si las instancias o las instituciones a las que se daba autonomía tenían la capacidad necesaria para utilizarla productivamente. En muchas ocasiones primó el interés fiscal, y las cuestiones pedagógicas quedaron relegadas. Y el resultado fue una mayor desigualdad entre quienes tuvieron recursos para explotar ese mayor poder de decisión y quienes sintieron que no estaban preparados y que les “soltaban la mano” en la tormenta. No está de más recordar que la auténtica autonomía (territorial o institucional), al igual que la libertad, no se concede ni se impone (como fue el caso de muchas descentralizaciones educativas en América Latina) sino que se conquista. No existe ninguna experiencia histórica de concesión alegre y voluntaria del poder del dominante al dominado. De lo anterior se deduce que las condiciones pedagógicas deben ser resultado de políticas explícitas orientadas por una voluntad colectiva de garantizar las mejores condiciones de aprendizaje para los diversos grupos constitutivos de una sociedad nacional. La pedagogía racional –es decir, aquella que tiene en cuenta las diversas condiciones culturales y de vida de los alumnos– no resulta de ningún automatismo social, sino de una política de liberada que requiere recursos financieros y tecnológicos, además de competencias específicas que es preciso construir y desarrollar a través de políticas públicas adecuadas. El desafío de las políticas educativas en la actualidad es producir lo común, aquello que une y es capaz de transformar a individuos “sueltos” en una sociedad. El Estado debe garantizar la “producción” de ese bien público que es la educación. El debate entre es cuela pública y privada es atractivo porque nos recuerda el valor que tiene lo público. También porque nos presenta el reto de construir la igualdad aunque no existan equivalencias lineales entre ese ideal y el tipo de gestión de una escuela.

miércoles, 8 de marzo de 2017

El día internacional de la mujer

En el día internacional de la mujer, reproduzco un artículo de Eleonor Faur, publicado por Revista Anfibia (http://www.revistaanfibia.com) muy completo, sobre la importancia de la fecha y su auténtico significado.

8/3/2017 Hartas Revista
Anfibia
A pesar de que el feminismo no ha dejado de ser un lugar incómodo y repleto de paradojas, escribe Eleonor Faur, coautora de Mitomanías de los sexos, este 8 de marzo pasará a la historia por ser la primera vez que el reclamo de las mujeres es internacional. La especialista en políticas sociales con perspectiva de género repasa la lucha de los últimos años que llevó a la protesta coordinada. Hartas –explica- de los 8 de marzo del cliché consumista, que oculta a las trabajadoras desocupadas y a las malpagas; a las esclavas sexuales y a las que murieron violadas y ultrajadas por una jauría de machos. Hartas del 8 de marzo que oculta a las lesbianas y a las trans, y a los crímenes de odio como forma de implantar terror por su libertad sexual e identitaria.

En 1911, en Nueva York, las trabajadoras textiles de la fábrica de camisas TriangleShirtwaist Co en huelga, fueron incineradas para aplacar sus demandas por salarios y horarios dignos de trabajo.

Murieron 123 trabajadoras y 23 trabajadores. Es así que el 8 de marzo no nació como eco de los clichés sobre “lo femenino”. No se asoció a bombones ni a descuentos en shoppings, ni buscó celebrar el lugar decorativo tallado sobre las vidas de las mujeres. El Día Internacional de la Mujer fue proclamado en los albores del siglo XX, en pleno auge del movimiento sufragista y de los levantamientos por los derechos laborales.

Es el día en el que se conmemora la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres por eso es un día feminista. Pero pasa que el feminismo ha sido siempre un espacio incómodo. Incómodo para quienes apuestan por la permanencia de determinado estado de las cosas, pero también para quienes batallamos para cambiar ese estado. La razón es bastante obvia: se trata de un movimiento que pone al descubierto la jerarquización de las diferencias sexuales. A contramano de lo que sucede con otros grupos discriminados, cuando se trata de los géneros (y de la sexualidad), no hay forma de apartar la mirada, no hubo ni habrá modo de establecer feroces políticas segregacionistas. Hombres y mujeres convivimos. Y convivimos con hombres y mujeres trans y con personas queer. Trabajamos juntxs, somos parte de las mismas familias, organizaciones comunitarias y espacios políticos, formamos parejas, algunxs dormimos juntos, a veces tenemos y criamos hijos e hijas.

Limitada de la posibilidad de segregar territorialmente, la dominación masculina produjo operaciones más sutiles para soterrar aquello que le incomodaba del feminismo: horadó el sentido común, buscando imprimir un significado negativo a la lucha de las mujeres – y a las mujeres que luchan. La operación cultural buscó, por ejemplo, ridiculizar no a quien hace un chiste misógino u homofóbico sino a quien arroja luz sobre esa sutil forma de discriminación. Buena parte del éxito de esta simbolización descansó en que no fueron sólo los hombres quienes impregnaron sus miradas de semejantes perspectivas.

La historiadora Joan W. Scott decía que los reclamos del feminismo presentan una paradoja intrínseca: luchan por la igualdad entre los seres humanos, pero para hacerlo necesitan partir de la diferencia sexual, de la construcción de las mujeres como sujeto particular. Esta paradoja nace de la complejidad de una cuestión irresoluble, ilustrada por Olympia de Gouges en un pasaje memorable, escrito en 1788: Si voy más allá sobre este asunto, llegaré demasiado lejos y me atraeré la enemistad de los nuevos ricos, quienes, sin reflexionar sobre mis buenas ideas ni apreciar mis buenas intenciones, me condenarán sin piedad como una mujer que sólo tiene paradojas para ofrecer, y no problemas fáciles de resolver.

Así fue. A Olympia de Gouges la condenaron sin piedad. Murió guillotinada por osar escribir una Declaración sobre los derechos de la mujer y la ciudadana en plena revolución francesa.
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La denigración del feminismo se expresa, aún hoy, en un puñado de frases hechas y charlatanerías (algunas de las cuales, agrupamos en el libro Mitomanías de los sexos, escrito con Alejandro Grimson) que enarbolan clichés como: «El feminismo es el machismo al revés» a pesar de que la distancia entre un concepto y otro es tan amplia y tan profunda como la que puede haber entre quienes defienden una supuesta superioridad masculina y quienes se paran por la igualdad de derechos, sin pretender ningún predominio invertido.

O aquella otra frase –tan extendida- que califica a las feministas como feminazis y de la cual no ha escapado ni siquiera un intelectual como Arturo Pérez-Reverte cuando distinguió entre las “feministas racionales” y las “feminazis”. Es cierto que ni todos los feminismos son iguales, ni todas las feministas lo son. Como en cualquier movimiento creado por seres humanos, imperfectxs, como somos, hay diversidad de miradas y posicionamientos. Sin embargo, ¿cuál puede ser el punto de comparación entre una feminista y un nazi?

En los años cuarenta, las feministas luchaban por obtener el derecho al voto, y a ser consideradas sujetos por derecho propio (y no propiedad de sus padres o maridos). El mundo restringía sus derechos civiles, políticos y sociales, mientras los nazis invadían Polonia y exterminaban judíos, gitanos y homosexuales. El propio Hitler enfrentó al movimiento feminista alemán, además de cerrar las clínicas de planificación familiar y declarar al aborto un crimen de Estado. Calificar a las feministas de “nazis” es una operación de descalificación que ofende cualquier estándar ético e intelectual. Gravísimo.

A pesar de que el feminismo no ha dejado de ser un lugar incómodo y repleto de paradojas, este 8 de marzo de 2017 pasará a la historia porque el reclamo será internacional. Más de 50 países llaman hoy a un paro y movilización de mujeres. Se trata de una manifestación que, a su modo, corona las luchas de 2016, año en el cual proliferaron las huelgas y las marchas masivas de mujeres y abre, quizás, un nuevo posicionamiento. Entre los hitos del año pasado figuran el paro de mujeres en Polonia, a principios de octubre, seguido de una marcha para detener el proyecto de prohibición del aborto; el miércoles negro en Argentina, aquel 19 de octubre en el cual se reclamó, una vez más, por políticas efectivas que sancionen y prevengan las violencias de género; y el de finales de octubre en Islandia, cuando las mujeres del país nórdico más igualitario del mundo pergeñaron un método novedoso para dejar al descubierto la persistente plusvalía masculina. Detuvieron sus actividades (rentadas y domésticas) a las 14:38 hs., momento en el cual se cumpliría el tiempo de trabajo justo si sus ingresos fueran similares a los de los hombres. Algo similar ocurrió en Francia, durante el mes de noviembre.

La idea fue clara: si nuestro trabajo no vale igual, produzcan sin nosotras.
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En 2016, también supimos de una extraordinaria marcha de mujeres israelíes y palestinas exigiendo por la paz. En enero de 2017, las mujeres llenaron las calles de Estados Unidos un día después de la asunción de Donald Trump, el misógino más célebre del mundo, convertido en el presidente más poderoso del mundo.

Este 8 de marzo las reivindicaciones se han sumado y diversificado. Este paro no se inscribe en un único reclamo, pero cada una de las razones cuenta con evidencias que las sustentan. Ya lo dijo Bell Hooks: “Es una feminista rara aquella que no cuenta con un arsenal de estadísticas a su disposición para respaldar sus afirmaciones”.

Las evidencias son contradictorias por donde se las mire. Muestran enormes avances en las vidas de las mujeres y un camino trazado (en algunos contextos más que en otros; en algunos grupos más que en otros) hacia la igualdad de género. En buena medida, se reconozca o no, los avances son producto de las luchas de nuestras antecesoras. Pero las evidencias también indican que persisten demasiadas injusticias. Por eso, paramos.

Porque estamos hartas de que nos maten, nos empalen, nos baleen, nos apuñalen, nos sometan, nos violen, nos acosen, nos denigren, nos ninguneen.Estamos hartas de clamar por políticas efectivas contra la violencia de género, e indignadas por saber que se sigue llegando tarde y mal.
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Hartas de que nuestros ingresos sean 27% inferiores a los masculinos, y de tener empleos informales y de baja calidad, a pesar de que el 60% de las graduadas universitarias son mujeres. Hartas de que
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en las entrevistas laborales nos pregunten si tenemos hijos y marido, a sabiendas de que se trata de una evaluación solapada sobre nuestro probable desempeño como trabajadoras, y que es una pregunta que rara vez se formula a un hombre.

Hartas de hacer, en promedio, más del doble de trabajo doméstico y de cuidados familiares que el que realizan los varones, a pesar de tener idéntico potencial de realizarlo. Un trabajo que nos demanda entre 5 y 10 horas por día, dependiendo de si tenemos o no hijos menores de 6 años. Un trabajo impago que además, repercute en que nuestros ingresos sean casi un tercio menores que los masculinos, porque a pesar de encabezar buena parte de los hogares, la balanza se inclina hacia los hombres a la hora de otorgar los puestos más rentables, en las empresas, en las administraciones de gobierno y en la política.

Hartas de que se niegue un aborto legal a una joven abusada sexualmente. Hartas de que detengan a la joven Belén en Tucumán, acusada a pesar de haber tenido un aborto espontáneo.Hartas de la penalización del aborto en otros casos, y de no poder dar respuestas a las miles de adolescentes angustiadas por el resultado positivo de un test de embarazo que no querían tener.

Estamos hartas de que la educación se sostenga sobre principios sexistas, mientras se cuestionan las políticas de educación sexual integral, una poderosa estrategia para erradicar todo tipo de discriminación. Hartas de que se enarbolen discursos que instigan al femicidio y la discriminación, como el pronunciado ayer nomás en Lima por el Pastor evangéligo Rodolfo Gonzales Cruz cuando dijo “Si encuentran dos mujeres teniendo sexo, maten a las dos. Si encuentran a una mujer teniendo sexo con un animal, mátenla a ella y maten al animal”.

Estamos hartas de que se tergiversen los sentidos de nuestras luchas, que los grupos de conservadores fundamentalistas, en buena parte de América Latina, como en Colombia, Perú y México, pretendan que los avances en educación sexual se fundamentan en una supuesta “ideología de género” y busquen limitar el derecho de sus hijos a recibir una educación que promueva la igualdad, establecido por la propia Convención internacional de los derechos del niño, a partir de la consigna “con mis hijos no te metas”.
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Estamos hartas del 8 de marzo que oculta a las trabajadoras desocupadas, a las esclavas sexuales, a las que murieron violadas y ultrajadas por una jauría de machos desaforados, como la joven Lucía, en Mar del Plata. Del que oculta a los crímenes de odio como forma de implantar terror por la libertad sexual e identitaria de tantas mujeres (sean heterosexuales o lesbianas, cis o trans). Hartas de que se denigre a las migrantes, y a las huyen de sus países en guerra en busca de refugio, para consumirse de sed y de tristeza en pleno mediterráneo.

Y estamos hartas, requetecontra hartas, de que se insinúe que las feministas somos nazis por luchar de manera pacífica por nuestro derecho a ser diferentes y a gozar de igualdad. Por eso hoy paramos por la discriminación y marchamos por la igualdad. Simplemente, porque estamos hartas de que en pleno 2017, nos sigan pegando abajo.